Capítulo 34

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La sucesión de eventos que llevaron a Einar Hummel al ejército iniciaron la noche que escuchó el llanto de aquella niña.

Algo tan simple, y para él intrascendental, marcó el inicio de un camino que descubrió ya forjado. Su abuela solía decir que conocer el futuro era una maldición; y no le creyó porque, en ese entonces, cuando ella todavía vivía, la idea de que no se lo quería compartir era una cuestión que le adjudicó al mero egoísmo.

¿Qué tenía de malo saber lo que pasaría y compartirlo con el mundo? Quizá eso le habría dado cierto estatus en la corte; habría podido ser consejera de los reyes y no una simple costurera.

Pero su talento se perdió para siempre sin siquiera ver la luz u obtener algún tipo de mérito porque, a excepción de él, nadie supo que tenía el don de la premonición. Y si a él se lo había confesado no fue por otra cosa que darle un poco de consuelo.

Por lo que el pequeño Einar le contó de las visiones que tenía al ver a las personas, su don era, en comparación, inofensivo. Aun así, no debía presumirlo con cualquiera y, de ser posible, evitarlo para que no interfiriera con su vida diaria.

Solo entonces, años después de que la abuela le diera ese consejo, comprendió por qué conocer el futuro no era bueno.

Saber cómo terminarían las cosas, más que darle alivio, lo hizo sentir prisionero por muy poco que comprendiera la imagen que tanto asustó a ese hombre.

Las palabras que vio escritas en las piedras erigidas eran el filo de la cuchilla que pendía sobre él. ¿Cómo podía amarla sin siquiera conocerla? Bueno, todavía no; pero un día lo haría.

Con las semanas se preguntó si es que el futuro se podía cambiar. Si no se enamoraba de ella, no terminarían así, ¿cierto?

Pero el pensamiento se volvió una constante en su vida. Mientras ejercía sus deberes, limpiando el desastre de Theo, o cuidándolo como su niñera porque a veces le daba por esconderse y treparse en cualquier superficie alta que veía, la quisquillosa idea revoloteaba en torno a él, como un colibrí particularmente inoportuno.

Entonces, sus preguntas existenciales fueron cambiando de a poco. Dejó de cuestionar la presencia de esa niña y la aceptó tal cual.

¿Cómo podría no enamorarse de ella si imaginaba cómo sería cuando creciera? ¿Su voz sería tan dulce como su sonrisa? ¿Cuál sería su aspecto? ¿Qué es lo que vería en él que la haría quererlo? ¿Cuándo sucedería? ¿Cuál sería el instante preciso en el que sus caminos se enredarían para nunca volverse a separar?

Fue un día, en particular ventoso, que parte de su destino llegó a reclamarlo.

Desde las primeras horas de la mañana los reyes habían salido con su heredero para disfrutar de las maravillas de la capital, por lo que la actividad en el palacio había disminuido un poco y podía evitarse la lucha diaria contra los manchones en el piso y paredes. Seleccionó una lectura ligera y relajó los hombros, contento por su día de descanso.

Einar supo que algo estaba mal incluso antes de llegar a su habitación. La sensación injustificada de que pendía al borde de un abismo lo embargó al tomar el pomo de la puerta, pero luego encontró su razón de ser al ver al hombre que, como si de su propia recámara se tratase, leía atento bajo la luz que entraba a raudales por la ventana.

El vuelco que sintió en lo más hondo de su estómago se asentó pesado.

—Eres digno residente del Oeste —le dijo al verlo petrificado en el umbral—: Tus dibujos son buenos. Tu poesía también, aunque no los superan.

Hessdalen: ExilioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora