Capítulo 22

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Babette Coquerelle creía que no había nadie más capaz para desempeñar su puesto que ella misma.

Había que tener no solo visión empresarial, buen manejo de las finanzas y gran sentido de la organización; también, a su parecer, hacía falta un carácter firme que no se doblegara y, como bono, poco interés personal en los placeres que ofrecía.

A sus cincuenta y seis años, podía presumir de un cuerpo redondo —regalo del sedentarismo y un gran aporte calórico— que no hacía buen equilibrio con su rostro de piel tersa y rasgos de querubín.

Por si eso fuera poco, el mayor desbalance se apreciaba cuando se estaba a solas con ella. Lo afable en sus facciones ocultaba una inteligencia perturbadora que podría competir con la perspicacia y estrategia de Oleg Rómanov, quien, por fortuna, había dejado de llamarla para solicitar los servicios de Nicoletta.

Como cada vez que la recordaba, suspiró profundo. De todas las chicas que tenía bajo su protección, sentía cierto apego por la muchacha que fue llevada a su edificio tantos años atrás, tan temerosa como un roedor ante un gran felino.

Lo que había generado esa empatía era, de cierta forma, que Nicoletta le recordaba a ella misma cuando era joven. En los ojos soñadores de la loba apreciaba la ambición y el gusto por la comodidad que brindan los lujos. Además, era trabajadora y jamás escuchó ninguna queja por el exceso de clientes; claro, cuando estos comenzaron a incrementar porque, en un principio, introducirla al mercado fue difícil. Los tabúes respecto a esa raza estaban bien arraigados en la sociedad. Todavía lo estaban.

La madama miró el reloj que tenía sobre el escritorio. Faltaban siete minutos para que llegara Garm Swenhaugen, visita que, por cierto, la tenía con los nervios de punta porque él mismo se había comunicado para pedirle una audiencia en el despacho de su departamento. Que no lo hiciera su asistente, y que no aceptara la reunión en su oficina pública, era un mal presagio.

En cuanto sonó el timbre, tecleó el código del elevador y se levantó con parsimonia; después de alisar un par de arrugas invisibles en su saco, se fue a encaramar delante de las puertas metálicas con toda la dignidad que le cabía en el cuerpo.

Del lujoso cubículo emergieron dos personas, Garm y Baldessare, ambos con expresiones serias y resignadas, como las que imaginaba que tenían los matones de los libros que a veces solía leer. Aun así, Coquerelle hizo una breve reverencia al ver al rey.

—¿Cómo estás, Babette? —saludó este con espontánea alegría—. Lamento sacarte de tus labores diarias. Espero, con gran sinceridad, que perdones tal atrevimiento.

—Cualquier agravio está perdonado, Excelencia.

Garm sonrió.

—Eso espero, querida. ¿Podemos?

Los tres se dirigieron al despacho personal de la madama, ella nerviosa, Garm en fingido júbilo al tiempo que halagaba su buen gusto en decoración, y Baldessare tan silencioso que, más que persona, parecía la sombra de su jefe.

—¿Cómo van los negocios? —preguntó Garm, mientras se sentaba detrás del escritorio. La mirada que le dedicó a Coquerelle la incitaba a poner objeción; pero ella, claro, no pretendía quejarse—: Confío en que no tendrás problemas causados por la ausencia de tu elemento más valioso.

—Nada que no se pueda solucionar con un descuento aplicado a la tarifa de las demás chicas cuando alguien se pone insistente, Majestad. —La precaución pronto dio paso a la conveniencia. Con total inocencia, se sentó en una de las dos sillas incómodas, cruzó las manos por encima de su barriga, y continuó—: Y nada que usted no haya prometido compensar, por supuesto.

Hessdalen: ExilioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora