Capítulo 29

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Aquel día había amanecido particularmente frío en el Sur. Los copos incesantes cayeron desde el alba con una paciencia infinita, como si no tuvieran prisa alguna por asentarse, puesto que disponían de varias horas para disfrutar su estadía en la tierra. Uno de ellos, particularmente hermoso e intrincado en su diseño, revoloteó frente a los ojos de Baldessare, exhibiendo la blancura algodonosa que descendía en paz.

—¿Estás seguro que vendrá? —le preguntó Frey Erland, exhalando vaho.

Miró las aguas oscuras y calmadas que ya no llegaban a la playa rocosa porque la espuma se había congelado del mismo modo que lo había hecho la corriente más cercana. Las ondas asimétricas de hielo parecían una serpiente frágil y traslúcida que, indecisa, no sabía si permanecer en la arena o en el mar.

—Si todo sale bien, Alteza, vendrá.

El tono que había usado Massimo no habría representado conflicto alguno para quien quiera que lo escuchase. No obstante, bajo las palabras inocentes y la cadencia tranquila, se percibía el eco de un reproche. Aquello era peligroso y muchas cosas podían salir mal.

Frey Erland revisó su reloj por quinta vez. Massimo por tercera. Ya pasaban cuarenta minutos del mediodía; el primero lo hacía por impaciencia y el segundo por preocupación.

Justo cuando el asistente cerró el puño derecho, clara señal de que por dentro era un manojo de nervios, notó una perturbación en el agua, a varios metros de distancia.

Los dos hombres observaron el arribo del mamífero que llegó empapado hasta el tuétano. Por simple instinto, Frey Erland, nada acostumbrado a tener a semejante criatura tan cerca, retrocedió un paso que hizo que el lobo emitiera un sonido escabroso, similar a la risa de una hiena.

El ego del príncipe ni siquiera se vio ofendido porque se había escondido detrás de la fascinación. Más allá de lo que sabía de ellos, nunca se había tomado la molestia de buscar imágenes que le dieran forma a sus conocimientos. La fauna del Sur, tan rica en especies como cualquier otro reino, contaba en su haber con los Canis lupus, aquellos que eran parientes de los perros. De hecho, los admiraba y respetaba bastante; incluso podría decirse que era amigo de uno.

Creyó que los licántropos eran similares, solo que más grandes. No esperó las diferencias que los aislaban de los mamíferos que recorrían sus bosques por las noches ni la humanidad perceptible en los ojos que lo examinaban minuciosos. Era un animal que sostenía la mayor parte de su peso con los cuartos traseros, aunque también apoyaba los delanteros con los nudillos, como un gorila lo haría.

Quizá por lucir superior y espantar al príncipe, se paró en dos patas, tratando de erguirse. Sus brazos largos se despegaron del suelo, mostrando bajo el pelaje negro unos dedos largos bastante humanoides que terminaban en garras afiladas y amedrentadoras.

—Basta de espectáculos, Danielle —regañó Baldessare, ajustándose el saco que daba la impresión de que se le había encogido por lo incómodo que se notaba.

Entonces, ante los ojos incrédulos de Frey Erland, el animal se convulsionó como si una descarga eléctrica tratara de salir a través de su piel, empujando la epidermis en diminutas ondas antinaturales que hicieron que ahogara un chillido contra su propio abdomen en cuanto cayó sobre la cama de rocas de la playa. Al curvarse, la espina dorsal sobresalió en todo su esplendor, dejando ver las prominencias y depresiones entre cada vértebra.

La metamorfosis ocurrió como un amanecer; la mujer apareció desnuda delante de ellos sin que comprendieran realmente en qué momento se hizo el cambio definitivo. Pero ahí estaba, ceñida a sí misma para mitigar los dolores físicos que la transformación conllevaba.

Hessdalen: ExilioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora