Capítulo 37

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El día que Dimitri Vólkov eligió para examinar a la división seis resultó ser un día bastante bochornoso en la costa noroeste. Después de tres horas continuas de actividades que los pusieron al límite de sus capacidades físicas, les permitió un receso de treinta minutos que aprovechó para ir a orinar.

Grande fue su sorpresa al regresar y ver que su colega y esposa, Iryna Pávlov, hablaba con un visitante inesperado. El perfecto y pulcro uniforme le hizo torcer la boca en absoluto desagrado. ¿Por qué, de entre todos los días en los que su humor no estaba tan indispuesto, había elegido precisamente ese para esparcir su molesta jovialidad?

—¡A su servicio, Majestad! —clamó respetuoso, aunque sin perder el aspecto de un faisán que se pavonea en su propio territorio delante de los no tan bienvenidos visitantes.

Kol Landvik, dispuesto a seguir el consejo de Grigory, había ido para ver si tenía la mínima oportunidad de éxito. Lo miró de arriba abajo, notando las insignias lustrosas y las manchas de tabaco; la decepción afloró porque tenía todo el aspecto de serle leal a Rómanov. Aun así, intentó entablar conversación con ambo, en especial con Iryna porque, pese a sus facciones duras, se veía menos intransigente que Dimitri. Bastante entusiasmado, les habló sobre el aspecto general de los militares y les preguntó por las pruebas físicas que habían incluido en la primera parte de la supervisión.

Al otro lado del claro, adonde los hombres habían ido a tomar su merecido descanso, Grigory Bass tragó saliva al ver al rey. Sintió que sus células sudoríparas habían comenzado a trabajar horas extras y el estómago se le transformó en un nudo denso e imposible de desenmarañar que cayó pesado en su interior, aplastando cada órgano, en especial sus testículos.

El problema fue que creyó que podía jugar para dos bandos y salir victorioso. Y aunque Swenhaugen le había dicho lo que estaba por ocurrir y le advirtió que si veía al monarca del Norte debía dejar a la división para salvarse, una parte muy ingenua de su cerebro rogó para que Landvik no se presentara y, por ende, lo que estaba planeado no sucediera.

El sargento Bass se limpió el sudor y, sin pensarlo por más tiempo, se alejó del grupo sin darles explicación alguna; primero hacia la costa que era lo más cercano a los vehículos en los que habían llegado, luego cambió de dirección y se adentró en el bosque. Al dar los primeros pasos, una pequeña voz en su interior le susurró que Sean, el que hasta el momento les estaba recordando la teoría de una de las técnicas ofensivas a las que serían puestos a prueba en la siguiente etapa, tenía una hija que acababa de nacer. Patricia justo había recibido su nombramiento de teniente. Y Ezio tenía planes de pedirle a su novia, una encantadora muchacha del Oeste, que fuera su esposa. ¿Cómo podía no advertirles?

Supo que era un cobarde. Quiso vomitar por el miedo y la vergüenza, y quizás lo habría hecho entre los arbustos si el instinto de supervivencia no fuera más fuerte que cualquier atisbo de amistad.

Una vez que estuvo fuera de la vista de cualquiera, corrió rápido, deseando escapar de la humillación, del futuro inmediato y de los gritos que, de escucharlos, lo atormentarían noche y día.


***


Oleg Rómanov solía decir que cualquier tragedia podía percibirse en la atmósfera segundos antes de que apareciera. Los pulmones se volvían pesados al respirar el aire denso, cargado de lo inminente; de los hombros salían oleadas expectantes y el cerebro aumentaba la velocidad con la que trabajaba.

Dimitri Vólkov nunca creyó que llegaría a maldecir a su rey. Pero lo hizo durante un breve instante porque, lo que en realidad sucedió, fue que el asalto llegó sin señales que lo previnieran.

Veinte licántropos aparecieron en un segundo para atacar a los hombres entre gruñidos y zarpazos que los tomaron por sorpresa. Eran doscientos militares, preparados con conocimiento, pero cansados por la práctica y con armas inútiles, puesto que solo eran representativas para la ejecución de su examen.

Kol Landvik observó perplejo lo que sucedía, con el corazón latiéndole a máxima velocidad en compensación por las escenas que parecían correr en cámara lenta. Gritos aterrados agrediendo sus oídos como pequeñas bombas de sufrimiento. Hombres asustados por presenciar algo que no creyeron posible y que, sin embargo, ahí estaba, llevándolos al límite.

Y aun así, se defendían como podían. Usando las armas de simulación e incluso sus propios brazos cuando las bestias se deshacían de ellas con las fauces o con las fibrosas patas delanteras. No huían pese a la sangre derramada, las pieles abiertas o los colegas caídos; luchaban contra los monstruos y contra su propia naturaleza que los tenía en desventaja.

Hasta ese momento, el rey del Norte se creyó a salvo, puesto que las distintas batallas se fraguaban a una distancia más o menos segura. No obstante, un aullido detrás de él le erizó cada vello del cuerpo poco antes de sentir el impacto que lo hizo caer.

La vista se le nubló y los huesos de la cadera crujieron ante el impacto, dejándolo fuera de sí durante un momento que, como en cualquier situación de vida o muerte, era en extremo valioso.

El general Vólkov, quien hasta entonces había permanecido en su lugar trazando estrategias en su cabeza a toda velocidad, olvidó cualquier plan al escuchar el grito beligerante,  que aunque fuese animal, identificó sin dudar porque la guerra era algo que corría por sus venas.

Volteó, conocedor de que el peligro estaba a sus espaldas donde, para empeorar la situación, había ubicado al rey —maldito fuera— Landvik. Porque independientemente de que el sujeto no le cayera nada bien, era un monarca y su prioridad siempre sería protegerlo ante cualquier peligro.

En cuanto giró, lo empujó con fuerza al piso y apuntó su fusil hacia el grupo de tres licántropos que avanzaban en formación de flecha hacia ellos, con una calma perturbadora y ajenos a las presas fáciles con las que luchaban sus congéneres. Con vaga consternación se preguntó de dónde habían salido tantas bestias y cómo es que habían llegado a ese punto del continente sin ser vistos.

Iryna fue la primera en disparar. La general Pávlov tenía una excelente puntería, aunque no tanto como los reflejos y rapidez de los licántropos que saltaron hacia ellos. Y si bien Dimitri también accionó su arma, la satisfacción de lastimarlos no le duró demasiado porque uno de los cuerpos pesados y calientes se abalanzó sobre él, impidiéndole ser consciente de otra cosa que no fuera la lucha por su propia vida.

Kol vio al gran Dimitri Vólkov caer como si su cuerpo fuese el de una rama delgada que cede ante el viento. Oyó los disparos y quiso creer que el general estaría bien pese a que, su atacante en cuestión, era un ejemplar demasiado grande.

Su preocupación por el prójimo, no obstante, no llegó demasiado lejos debido a que el agudo dolor de la carne perforada lo hizo gritar, desgarrándole la garganta en el proceso. Vio al alfa justo en el instante en el que sintió la sangre tibia escapar de su pierna y las fauces manchadas que oscurecían un pelaje de por sí negro.

Aunque el odio en los ojos oscuros le heló la sangre, su espíritu no se amilanó; fue el coraje de presenciar tal osadía por parte de esa raza lo que activó unos dedos que buscaron temblorosos la espada ornamentada que formaba parte de su uniforme.

Se sintió débil y cansado, listo para dejar que las cosas cayeran por su propio peso, pero no sin antes defenderse con ese objeto que consideraba más un estorbo que un arma; trató de lastimar al lobo tanto como su fuerza se lo permitió, blandiendo la espada a diestra y siniestra, desesperado por no poder levantarse y luchar como era debido, y con el pensamiento de que si caía en batalla, al menos se lo llevaría con él.

La carne cedió ante el filo y un rugido furibundo le atronó los oídos. En respuesta, el lobo presionó con su pata el punto donde lo había mordido, aplicando una fuerza que le sacó todo el aire de los pulmones y pareció llevarse su voz.

Entonces, dejó de escuchar lo que sucedía a su alrededor. Ya no hubo más gritos, gruñidos, ni disparos. Solo era él, con la sangre bombeando en su cabeza, el dolor agonizante de su extremidad magullada y la hostilidad mutua convergiendo en una última mirada.

Hessdalen: ExilioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora