Capítulo 21

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El grito de ayuda que los hizo correr llegó profundo y doloroso de algún lugar entre los helechos. Con la luna creciente en el cielo, supieron que el lamento no pudo ser del licántropo, si este ya había llegado a la ciudad; pero sí pertenecía a un animal que, quizá, estuviera lastimado.

Lo encontraron en uno de los jardines adyacentes al Palacio Real, justo a los pies de la estatua de la reina Maud. Era un perro mediano, sucio y bastante desnutrido; incluso con la poca luz de los faroles, habrían podido contarle las costillas si el can se hubiera mantenido quieto, pero no era el caso porque se escondía entre los matorrales de flores rosas que rodeaban el monumento gris.

Al verlos, por la mente del animal pasó el arrepentimiento. Lo cierto era que, otrora, la que había sido nombrada Molly, no había escatimado en la confianza y cariño que le brindó a la raza humana. Sin embargo, no había encontrado reciprocidad una vez que comenzó a crecer y las gracias de cuando era cachorra quedaron atrás; con el tiempo dejó de ser el suave y tierno regalo de Navidad que le dieron a una niña, y se convirtió en una responsabilidad que exigía demasiado dinero y atención.

La abandonaron en una carretera a las afueras de Oslo un año antes. Y aunque intentó buscar su hogar, no pudo, por lo que terminó vagando por las calles; al principio se acercó a algunos humanos para pedirles ayuda, un poco de comida, la empatía suficiente para ayudarla a volver a casa o un refugio temporal cuando llegó lo más crudo del invierno. No obstante, conforme su pelaje se teñía de suciedad, el desprecio fue incrementando al igual que su temor por aquellos a los que veía con esperanza.

Esa noche de principios de verano aulló desde lo más hondo de su corazón porque el dolor de sus cuartos traseros le resultó intolerable, casi tanto como la desolación que sentía al saber que su final estaba cerca y que no podría hacer nada para ayudar a la única criatura que había sobrevivido de la camada. Lloró por él, por ella misma, por el hogar que perdió y por la familia humana que no volvería a ver.

¿Cómo podía abandonarlo si era tan pequeño y la necesitaría por unas cuantas semanas más?

Los olió antes de sentir su espíritu, y los sintió antes de verlos. Molly supo que ellos eran diferentes al resto, había algo distinto en ese olor inherente de cada ser humano que le recordó la calidez de la confianza y ese olor dulzón propio de la bondad.

Primero la vio a ella, con sus grandes y curiosos ojos buscando su mirada entre los huecos del arbusto, limitada por la cadena que impedía que la gente se acercara demasiado al monumento. Sabía que ella estaba ahí y que la buscaba porque, comprendió, había respondido a su grito de dolor. Ellos fueron a auxiliarla y, por lo que podía sentir, sus intenciones eran honestas.

Aun así, asomó la cabeza con sumo cuidado, olfateando precavida por si había alguien más con ellos. Sí, podía oler a una que otra persona en los alrededores, pero no tan cerca. Por eso mismo, salió de su escondite lo suficiente para ver al acompañante de la chica; en sus ojos oscuros se veía reflejada la misma afabilidad. 

Solo entonces, acortó la distancia; curiosa y por su propia voluntad.

En cuanto los dedos de Odalyn se acercaron a Molly y le acariciaron el pelaje crespo de su lomo, la temerosa criatura dio un respingo por la sorpresa. En ese gesto no encontró lástima ni la humillante condescendencia del superior; por el contrario, percibió la genuina preocupación que se siente por un semejante.

No sabía quiénes eran, pero sí supo que podía confiarles lo más valioso que tenía porque, aunque no compartían un mismo lenguaje verbal, podía sentir la reciprocidad de la comunicación. Ellos la entendían.

Por eso buscó la mirada de la muchacha, que la observaba a intervalos para también hablar con su acompañante. Cuando estuvo segura de que su mensaje se había transmitido, y contenta por la hazaña, les dio la espalda y volvió a esconderse entre los helechos; caminó hacia la parte posterior de la estatua y empujó con su húmeda nariz el bulto tibio que se acurrucaba en un lecho improvisado de hojas caídas.

Todavía dormía después de haber comido, un proceso que a ella le había resultado doloroso porque la falta de alimento afectaba su propia producción de leche, pero al verlo tan tranquilo, cualquier molestia que sintió en sus mamas sensibles se esfumó al instante al saber que nunca más tendría que sufrir por verlo hambriento.

Era una dura decisión, por supuesto. Para los mamíferos, tan acostumbrados a pasar la primera etapa de sus vidas bajo la protección materna, pensar en abandonarlo le suponía ir en contra de la naturaleza; algo que no haría de tener más opciones.

Molly olfateó al cachorro; según sus estándares, no olía mal. Sin embargo, la experiencia le enseñó que algunos de los olores que ella consideraba normales eran desagradables para los humanos. Por si las dudas, le lamió el pelaje y trató de quitar con su lengua la tierra que se le había quedado adherida.

Se dio su tiempo, cuidadosa de no despertarlo.

Una vez que el acicalamiento terminó, lo tomó del cuello y regresó a la escalera que dirigía a la estatua; en el último escalón, los humanos la esperaban sentados.

Primero buscó la mirada de Odalyn; luego, y por más tiempo, la de Hummel, puesto que lo que solicitaba, si bien habría sido más fácil de obtener si recurría a aquella que también tenía la capacidad de ser madre, aceptar a un cachorro ajeno la mayoría de las veces dependía del macho del grupo.

Con él resultó un poco más difícil. Sabía que su mensaje llegaba claro porque las réplicas no se hacían esperar. No estaba seguro, más que nada porque había comprendido que ella se iría.

Como pudo, trató de decirle lo miserable que era no encontrar comida, tener un pequeño que necesitaba protección y el dolor que le acaecía desde hacía tres días cuando una bicicleta la atropelló.

Hummel volteó a ver a Odalyn al mismo tiempo que Molly lo hacía; de los ojos de la chica caían lágrimas por la comprensión y la tristeza. Una mirada entre ambos bastó para que la decisión fuera tomada.

Cuando el hombre extendió sus manos, Molly depositó a su pequeño tesoro en el cálido refugio. No había amor, no todavía; pero sí la promesa de protección; lo cuidarían lo mejor que pudieran y eso le bastaba.

Agradecida, se acercó a la muchacha y recargó la cabeza en su regazo por unos cuantos segundos, disfrutando, al mismo tiempo, las caricias que no se imaginó volver a sentir. Hizo lo mismo con quien todavía sostenía a su hijo y, antes de irse, le pidió un último favor.

Olfateó a su cría como quien huele la más dulce esencia por primera vez. Trató de grabar en su memoria, con toda exactitud, el olor de la leche que se le quedó alrededor del hocico, la mezcla de su propia saliva con el sudor temprano de cachorro, la orina seca y aquel efluvio tierno y sedante que conecta a madre e hijo, el inofensivo llamado de la sangre.

Se despidió de él con una última lamida que lo hizo retozar en sueños. Luego, dio media vuelta y se alejó cojeando, tratando de no pensar en el dolor sordo de la pérdida.

Haber dado ese salto de fe para volver a confiar en esa especie no la hacía arrepentirse. Por el contrario, se sentía libre de descansar después de mucho tiempo de no hacerlo.

Hessdalen: ExilioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora