Capítulo 23

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Tanto Odalyn como Hummel tuvieron conflictos personales para lidiar con sus reservas respecto al cachorro que les fue confiado. La convivencia entre humanos y animales en Hessdalen era un acuerdo mutuo que no tenía tintes de propiedad como era el caso en la Tierra.

En su mundo, quienes llegaban a tener una relación cercana con algún animal era porque la convivencia beneficiaba a ambos o, en muchos casos, porque había un vínculo afectivo. Pero el término mascota jamás se aplicaba porque la individualidad de los animales se respetaba; no estaban en posesión de nadie, por nada. Si se quedaban junto a alguien, era porque ellos así lo querían y se les consideraba como amigos o familia. Los perros, precisamente, eran los más propensos a buscar la compañía humana por un historial de domesticación que se remontaba miles de años atrás.

El problema era que ninguno de los dos quería cruzar la delgada línea entre dependencia y amistad, incluso más endeble en la situación en la que estaban porque aún era un cachorro. Además, estaba el hecho de que su estancia no sería permanente en ese sitio y que, en cualquier momento, podrían huir de nueva cuenta.

Pero no podían retractarse; habían aceptado la petición de ayuda en pos de darle un poco de paz a esa alma atormentada y temerosa.

Hummel miró al par que dormía sin preocupación alguna. Si bien habían comprado una cama especial para que el cachorro durmiera en medio de las dos camas del apartamento, había adquirido la costumbre de llorar hasta que Odalyn, compasiva, lo subía y le hacía un lugar junto a ella.

Aunque la mayoría de las veces le lanzaba una mirada reprobadora cuando cedía, la realidad era que ese gesto lo hacía sonreír a escondidas. Peor aún, lo hacía pensar en aquello que sintió en el muelle y que, por más que intentaba mantener al margen, surgía en los momento más inesperados.

Como aquello se estaba volviendo una constante cada día más difícil de aplacar, decidió volver a sus rutinas físicas que, por una cosa u otra, había olvidado desde que dejaron la aldea. Por décimo día consecutivo, se levantó poco después de que el sol asomara por el este, se puso su ropa usual dentro del baño, se cepilló los dientes, y salió sin hacer ruido.

Cada mañana dedicaba dos horas a hacer ejercicio, en parte para no pensar en sus conflictivos sentimientos, y para darle privacidad a Odalyn porque esa palabra quedaba mermada en el diminuto apartamento. Iba a Slottsparken y corría sin descanso hasta que los músculos de sus piernas le exigían parar; entonces ponía a trabajar a sus brazos y abdomen hasta que creía oportuno volver.

Estaba debatiéndose entre detenerse o exigirse un poco más cuando la decisión fue tomada por él. Una silueta alta y atlética lo alcanzó en evidente esfuerzo por adaptarse a su ritmo; como era obvio que las zancadas de la mujer no podrían compararse con las suyas, redujo la marcha a un trote ligero.

—¡Buenos días! —saludó Nina con voz entrecortada por el esfuerzo—. Einar, ¿verdad?

Hummel asintió cortés.

—¿Tú también vienes a hacer ejercicio? —le cuestionó después de un momento de incómodo silencio. Relacionarse con extraños le resultaba difícil.

—Es mi tercer día —respondió Nina—. Es difícil retomarlo, ¿sabes? —Respiró profundo, como si el alma la estuviera estrangulando por dentro—: ¿Te doy un consejo? No dejes las rutinas. Y si lo haces, no coquetees con las papas fritas ni con las hamburguesas.

Discretamente, Einar la volteó a ver para examinar su cuerpo. Pese a lo que decía, esa mujer no parecía enamorada de la comida frita.

—¿Quieres que nos detengamos?

Hessdalen: ExilioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora