Capítulo 33

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Kol Landvik despertó aquella mañana minutos antes de que los gallos cantaran. La luz grisácea que se filtraba a través de los visillos de encaje blanco pendía sobre él, seductora y somnífera, instándolo a cerrar los ojos otra vez y dejarse llevar por la inconsciencia.

A su alrededor no se escuchaba otro sonido que no fuera la constante respiración de su esposa. Y más allá, en otras áreas del castillo, el movimiento de los trabajadores que, como cada día, iban de un lado a otro para cumplir con sus tareas.

Todo estaba en confortable calma, incluso su propio ser se mantenía sereno dentro de sus miembros laxos que querían prolongar la inmovilidad por tiempo indefinido.

Giró sobre su costado y observó la silueta de Assa. Las sutiles curvas de su cuerpo se pronunciaban cuando dormía en esa posición; sus piernas largas simulaban un camino ascendente hacía el monte que era su cadera, y de ahí la hondonada en su cintura, bien definida, marcaba el trayecto por su costado que dirigía al punto de encuentro en el que su delgado brazo se unía al torso. La poca luz resaltó la palidez de su piel, confiriéndole el aspecto del mármol impoluto. Esa visión lo hizo sonreír de exultante dicha. Jamás la había visto tan hermosa.

No obstante, tuvo que salir del lecho. Aún en pijama y con pantuflas, bajó a la cocina, silbando como pocas mañanas hacía. Saludó a los trabajadores que encontró en el camino e ignoró las objeciones que puso la cocinera al verlo maniobrar con los objetos.

—Yo lo haré por usted, Alteza —dijo la mujer, tratando de que Kol le diera la taza de porcelana.

—¡Tonterías, Lola! Soy perfectamente capaz de hacer esto por mi esposa. Déjame usar las manos mientras todavía las tengo.

—Sí. Sí. Lo siento, su Majestad —respondió, tan atolondrada como de costumbre—. ¿Quiere algún aperitivo? Acabo de preparar panecillos de queso.

Kol aceptó la oferta al tiempo que, con una cuchara, sacaba del frasco de cristal su mezcla especial de hierbas y frutos secos. Agregó una cucharada de eso; dos de azúcar, luego media más, y por último vertió el agua que hervía desde hacía rato.

Contento con el resultado, regresó a su recámara con la charola firmemente sujeta. Assa, que el día anterior no se había sentido del todo bien, despertó confundida cuando su esposo le agitó suavemente el brazo.

—¡Buenos días! —saludó él, tan bajo que apenas se escuchó.

—¿Qué hora es? —Assa tuvo que carraspear para eliminar la sensación de arena en su garganta.

—Temprano, querida. No te aflijas. —La ayudó a sentarse antes de ponerle la bandeja en el regazo—: Lola preparó panecillos de queso. Están deliciosos.

La reina curvó los labios, no tan contenta con la elección.

—Los ha hecho con mucha frecuencia este último mes, ¿no crees?

De igual forma, masticó el pan suave con calma, disfrutando de la tibieza y el sabor concentrado. Esa despistada mujer cada día se empeñaba en ponerle más queso.

—¿De verdad? No lo había notado.

Kol, impulsado por el brillo nacarado que la lámpara del buró sacó del cabello de Assa, tomó un mechón sedoso y lo acomodó detrás de su oreja. La reina se llevó la taza humeante a los labios, tímida por el gesto y la mirada del rey.

—¿Saldrás? —preguntó, relamiendo una gota de la infusión que se había quedado en la comisura de sus labios.

Que le llevara los alimentos a la cama solo ocurría cuando no desayunaría con ella en el comedor.

Hessdalen: ExilioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora