Capítulo 18: Blanca noche

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El crujir de la madera impacto en su oído como un chillido espantoso, se tenso sobre la posición estática sobre sus rodillas, hizo silencio y aguardó minutos en la misma postura.
La inquietud de sus músculos lo estaban fatigando, recogió con ligereza un mechón de su claro cabello y lo obligó a quedarse detrás de su oreja derecha. Se mordió los labios. La adrenalina y la sensación satisfactoria no se le iba de la lengua y de la piel, tenía la urgencia de atacar ya mismo, pero la quietud lo salvaría de errarle al plan.

Acordó el tiempo justo para salir de su escondite, cuando oyó la llave girar en la cerradura a metros prudentes de él. Las voces ajenas se acallaron, y así los pasos cesaron. Desaparecieron del plano, del aire y esa fue la señal para salirse disparado del incómodo y estrecho rincón. Aún así aguardó minutos, para asegurarse de que los dueños estuvieran lo suficientemente lejos. Y cuando lo sintió en el cuerpo, caminó hasta la puerta y la destrabo con facilidad, con una maniobra que le había marcado el padre de Ramón, que escuchó con atención y con solo practicarla una vez se había afirmado la acción en cada parte activa de su cerebro.

Sonrió cuando lo vio detrás del vidrio, con el pelo levemente levantado por el viento intruso en esa madrugada de martes, abrió con lentitud y había propósito en su acción. Quería fastidiarlo, sabía que seguramente recibiría algún insulto y la ira graciosa del morocho.

—Se fueron como hace veinte minutos tarado—le gritó. Como sospechaba, y luego lo pasó por adelante sin prestarle atención.

Carlitos no se detuvo ante su mal humor, solo lo esquivaba como siempre, caminó por la despensa de la comida, prestando atención a las etiquetas de la comida, o la poca limpieza de los mostradores.

—Eso no es importante, vamos a buscar la guita

Le dijo el morocho, cuando lo descubrió absorto en el lugar, le incomodó la tranquilidad del joven, y rodeó los ojos cuando se vió en la escena de que no le había prestado atención. Salió disparado hacia el fondo del almacén, violando la entrada y descubriéndose en una pequeña habitación llena de cajas con mercadería.

El rubio estaba allí, caminando por los mismos sectores que solía frecuentar casi todos los días, las filas de mercadería sobre la oscuridad le traían cierto deje de ironía, por la noche era el depredador, era el líder y era la luna.

La luna sobre todos, tan despreocupados, tan ausentes, tan vulnerables. Los podía vigilar como quería, los podía atrapar como querían, cuando dormían, cuando creían estar seguros, cuando no se podían defender.

"Saliste ya mil veces
de la pista a respirar
a reclutar, bien maquillando
ocultando tu lunar."

¿Vos decís que la haya dejado?—preguntó al morocho una vez que se lo encontró revolviendo cada cosa a su mano.

—Mi viejo dijo que la tenía para mañana pagar todos los proveedores, seguro está por acá.

Carlitos le prestó atención mientras lo veía realizar movimientos tan rápidos que resultaban algo molestos a la vista, y hubiese seguido en esa acción si el morocho, no se hubiese volteado a él con la peor cara de pocos amigos que le vió nunca.

—¡Ayúdame la concha de tu hermana!—le dijo.

Obedeció. Era mejor, o Ramón se pondría mas histérico. Recordó todas las veces que le había llamado con adjetivos femeninos, esta vez le pareció que era él quien estaba muy "histérica".

Había pocos muebles, arrinconados, no se lucían y no trasmitían ser un escondite. Fue donde primero se fijaron: nada.

Las cajas tenían mercadería, las devolvieron a su lugar luego de inspeccionarlas a fondo. La tensión era latente, nunca se habían quedado tanto tiempo en un hurto, y sin ningún valor en los bolsillos. El morocho se llevó las manos a la cabeza, descendiéndolas por su cabello hasta la nuca. Estaba agitado y sudoroso, se giró a ver a Carlitos, a quién lo encontró con una expresión serena, sin embargo no se veía del todo tranquilo. Sus ojos hicieron conexión, se miraron comprendiéndose.

Los dioses resplandecen |El Ángel| Donde viven las historias. Descúbrelo ahora