Capítulo 31: Sombras

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Ahí estaba, era un manojo de nervios, sin embargo, una determinación incalculable se reflejaba en sus ojos verdosos, sus manos, ambas unidas encima de sus piernas, estaban quietas y su postura, algo encorvada.

—Así que te coges al pendejo

—Si ya sabias 

La respuesta que pudo brindar, apaciguó notablemente la crudeza con la que su padre había arrancado la conversación, Ramón supo incluso antes de pisar la habitación, que debía ponerse a la altura de su viejo padre, sin titubear, sin demostrar flaqueza, y como Carlitos decía, ir por todo.

—Bueno, que pienses que el pendejo es lindo ya se me había ocurrido, pero mira si lo voy a considerar yo.-Los ojos de José, totalmente poseídos por la droga, eran punzantes y fríos. Difícilmente se podían comparar con la usual mirada cariñosa que le demostraba a su hijo.

Pero Ramón no podía flaquear. Hay que ir por todo.

¿no vas a admitir que vos te coges al ciruja ese?— atacó. Y las manos dejaron de temblarle. Se reconoció ganador cuando comprendió que la figura eterna de luz de Carlitos, era para él amor absoluto. Y qué muy contrario para su padre, el muchachito que se venía trayendo a la casa, era solo un buen polvo pero nada más. 

¿Desde cuando le gustaban los hombres a su papá? No recordaba nada que se lo indicara, o algún tipo de hipótesis que concordaban, que más daba, no le iba a hurgar más el huevo a lo que apenas le incumbía.

Lo que le incumbía era llevárselo a Carlos muy lejos . De sus padres. De olvidos, y quién diga, de la Argentina.

Que se yo Ramón, vos últimamente estás muy lejos mío...lejos, como nunca pensé hijo...ya no sos de mi confianza.

—¿De qué hablas? ¿No hice siempre lo que quisiste? ¿No vine con el culo mojado a decirte siempre quién me lo había manchado?—las palabras quizás no habían sido las más acertadas, pero tenía tanta rabia en el pecho que cada una fue un profundo grito de impotencia. Vio cómo su papa arrugo el entrecejo, definitivamente las imágenes que volaron a su mente no eran tal para la ocasión.

—Era necesario. Tenía que asegurarme de que ese pibe no te nublara la razón. Y al final así pasó —respondió suspirando, se acomodó sobre el sillón y prendió un cigarro. La voz era totalmente neutra, y los sentimientos se quedaron fuera de ellas.

No era su padre, Ramón lo supo ni bien pisó la sala. La energía que le embargó la piel se lo aseguró, esa flamante chispa peligrosa que rondaba cada gesto era un aviso de prueba. Su padre también se encontraba con la razón nublada, y sabía exactamente quién era el culpable.

Pero no importaba. Ya nada importaba. O eso se dijo a sí mismo antes de oír lo próximo.

—Sé que no vas a entrar en razón. Y sé que no vas a volver a acatar ninguno de mis consejos

Órdenes. Pensó Ramón.

—No me queda otra hijo. Pero mi amor me impide traicionarte. Y tu madre claro. 

Ramón sintió como un escalofrío le atravesó el cuerpo, frunció el seño, sentís asco del hombre que tenía enfrente, de cada palabra que este pronunciaba, de su voz, de sus ojos...

—Los voy a entregar, tengo pruebas, tengo al menos una cosa de cada lugar al que robamos. Tenes tiempo de irte lejos, te lo doy. Con la condición de que no le avises a Carlos.

La pesadez y el mar sabor le dió nauseas, casi se descompuso ahí mismo, pero un fuego interno, lleno de ira y dolor, le permitió quedarse allí, quieto sobre la noche, con la espalda erguida, y la mirada fija en su progenitor, cada palabra dicha, soportada como cuchillas en el corazón, lo resistió, con el alma quebrada y la confianza hecha añicos.

Los dioses resplandecen |El Ángel| Donde viven las historias. Descúbrelo ahora