Capítulo 30: El sonido de tu voz

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Volver no sería fácil, pero era necesario. Tenía que enfrentarse a sus padres al menos para que tuvieran en cuenta que había regresado, y a la casa. Porque sabía muy bien que si volvía a alquilarse algo con el rubio, sería un boleto que los delataría a ellos y su relación.

Era un bochorno, pero Ramón no estaba listo para eso.

Miró el reflejo de sus rizos en el espejo, por suerte venía manejando él, mientras el menor se aferraba lo más discretamente a su cintura que podía, solo porque así se lo había pedido Ramón, no porque a Carlitos le interesara que alguien los viera.

Pero había algo...hace tiempo que el rubio sentía algo incrementarse en la paciencia que venía teniendo, como si ésta tuviera varias facetas, limitadas. Que soportarían algunas cosas, y otras no.

Por eso lo miró tan mal cuando le dijo, muy concretamente: "Y no te me pegues que no quiero que nos miren raro, estás avisado."
En algún otro momento hubiera rodado los ojos, pero esta vez solo sintió bronca.

Bronca de la cobardía de Ramón.

Cuando llegaron al barrio, el paisaje melancólico de los árboles ya conocidos, la patética entrada al barrio, y ese peso incesable de la bruma sumergieron a Peralta en la sensación de perder nuevamente algo, que no sabía si era, la libertad, o la idea de que allí estaba menos lejos de ella. 
Solo cuando piso el suelo de un viejo kiosco de la zona, la tierra bajó sus pies cubiertos por la suela de los zapatos, pareció entrarle paradójicamente. Estaba en casa, pero no la había extrañado. Y solo pudo notarlo al haber llegado.

Le compró los caramelos de miel a Carlitos, como éste le había pedido con el rostro compungido como el extraño Niño que era y volvió a la moto, recalentada por el sol.
Su semblante era serio, estaba enojado, y no sabía exactamente por qué. Atrás, el "Niño" podía oírse por la saliva que traspasaba por toda la longitud de su boca, envolviendo al dulce. Normalmente aquel ruido molesto, le habría sacado una rabieta, pero ahora, la ruidosa presencia de Carlitos, le hacía bailar cosquillas en el abdomen. Y por primera vez en el día, sonrió.

Y como si fuese una mala pasada, la trampa de los ojos pícaros de Francisco le hicieron perder aquella mueca en su rostro, éste se tornó sombrío y perdió todo rasgo de alegría.
Giró la cabeza buscando los ojos del rubio, y lo miró reprobando el no haberle dicho que el imbecil de ese pibe, estaba en su casa, viviendo, muy cómodamente, como si fuera un Peralta más. Lugar que jamás, le habían dado incluso a Carlos.

Pero todo se disipó cuando sus hombros bajaron y pudo suspirar en los brazos de su madre, que lo tomaron rápidamente, sintió su perfume barato, su cabello lacio y la tela fina de su vestido. Quizás, solo quizás, a ella si la había echado un poco de menos.

—Te extrañé hijo, pero me volves a hacer algo así, y te mato.—muy contrariamente al mensaje, aquellas palabras sonaron dulces y reconfortantes.

Ramón asintió con pena, al ver los ojos pardos de su madre cristalizados.

Pero la mirada de Francisco seguía ahí. Crítica sobre ambos, la mandíbula bien levantada, prueba factible de su altanería, ignoró aquello solo por los segundos donde su madre le sostenía la campera y desaparecía por el pasillo.

—¿Y vos qué haces acá?—Preguntó alto. Y si bien no busco que aquella pregunta le saliera muy brusca, no se lamentó de que así fuera.

El joven frente a él no retrocedió ni un poco, levantó más el mentón y sonrió burlón, sonrisa que a Ramón le pareció espantosa.

—Tu viejo me da una mano—respondió, en el mismo tono.—Y ahora que volviste, nos podemos poner al corriente...

Aquella le pareció una invitación peligrosa, arrugó la mirada sin quitarle ferocidad y enmarcó la ceja izquierda. Estuvo a punto de responder, cuando su madre apareció nuevamente frente a ellos.

Los dioses resplandecen |El Ángel| Donde viven las historias. Descúbrelo ahora