Capitulo 5 : ¿Puedes recordar mi nombre? Mientras fluyo a través de tu vida

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Verlo allí entusiasmado arrancó una seca sonrisa al morocho, fría solo porque no tenía la costumbre de aquel gesto en su rostro, se sentía extraño al hacerlo, él lo hacía sentir extraño.

Buscó la imagen de Carlos y solo la vió desaparecer, el horizonte se marcaba tras ese muro y él esperaba expectante algún rastro del chico. Intentó acercarse y cerciorar la situación, si aquel silencio significaba la ausencia completa de Carlitos o sólo un breve momento de suspenso. Luego oyó unos leves sonidos agudos, frunció las cejas con confusión, ¿Eso no salía del rubio? O si... entonces volvió a divisar sus rulos inconfundibles, se montó nuevamente sobre el paredón blanco sucio y viejo. Lo miró sonriéndole. Bajó con más cuidado del que subió, y eso llamó la atención del morocho, que terminaba de disgustar el tercer cigarro de la última hora. Lo vió sostener su chaqueta, después notó que traía otra campera envuelta en su brazo derecho.

Cuando cayó largó un pequeño sonido ahogado y se incorporó con delicadeza par acercarse a él.

—¿Qué traes?—le preguntó sin despegar la vista de la campera que parecía dañada y sucia.

Carlitos agachó su vista hacia ella, la mantuvo aferrada hasta que se removió haciendo sobresaltar a Ramón. De allí asomaron dos pequeñas cabecitas blancas que aullaban con confusión.

—Tienen hambre.—le dijo Carlitos como si aquello lo perturbara. Ramón desfiguró todo su rostro y se quiso cachetear para caer. ¿Cómo le hacía Carlitos para ser tan niño? Digamos, estaban cerca de los diecinueve años.

—Son dos bolas mugrientas.—opinó Ramón viéndolos desde lejos, aún fastidiado ante el descubrimiento.

Carlitos lo miró mal y luego tomó uno del cuello para acariciarlo, lo agarró tan delicadamente que Ramón tensó su rostro con más rabia.

—Los tiraron cerca de mi casa, los traje acá para que no los agarrara ningún perro. Mi vieja me mata si se los llevo.—le comentó Carlitos. Se veía más pequeño con todo el sol del atardecer sobre el, la luz naranja le pegaba de lleno y sus bucles lucían rojizos en contraste.

—Se van a morir tarde o temprano Carlitos.—habló Ramón, sin intentar sonar frío. Cosa que no le funcionó. Estuvo dispuesto a volver a subir a la moto. Cuando Carlitos lo tomó del brazo.

—Escuchá, tenes que tenerlos en tu casa por mi. Voy a ver dónde los dejo.—le dijo con leve suplica. A Ramón se le volvió a caer la cara y estuvo a punto de putearlo. Pero se aguantó y se tomó la cabeza buscando paciencia.

—¿Vos queres que llegue a mi casa con dos gatos pulgosos?—le preguntó, sin soñar como pregunta.

—Si.

El morocho se acercó de mala gana hacia el, dejando su vista junto a la suya dura e intimidante. Lo observó haciéndole frente, pero Carlitos no lo tomó así. Lo miró con ojos pequeños, más encantadores que los de esos gatitos. Abrió su boca y dejó salir su cálido aliento. A Ramón la sensación de ese aire tibio lo meció en una desesperación interminable. No terminó de cerrar su rostro que sintió una calidez extraña en sus manos, eran los pelos blancos y maltratados de aquellos animalitos. Indefensos que al parecer ahora dependían también de él.

—Pensa que son como tus hijos o algo...—le sugirió el de rizos mientras se los pasaba.

Ramón río, pero no de diversión exactamente.

—Te lo voy a pagar, algún día. Con lo que quieras.—le prometio con una sonrisa Carlitos.

El morocho lo miró queriendo devorarlo a trompadas. ¿Cuándo había dicho que si? Se los volvió a pasar y casi caen de no ser por el reflejo inmediato del rubio, se alejó yéndose a subir a la moto. La arrancó y notó que aún el peso era el mismo. Lo miró con seriedad.

—Subí pibe dale, vamos.—

Carlitos se subió con los animales, los acobijó de tal forma que fuera seguro para que no cayeran en el camino. Ante esto Ramón se sintió algo abatido, ya que él chico no se aferraría a él esta vez. Pero apartó esos pensamientos de inmediato y salió a toda velocidad intentando recordar el camino de regreso.

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—Pero Ramón no te encariñes porque no nos los vamos a quedar.—le advirtió. Se veía interesante como le daba instrucciones cuando él se había negado a quedarse con Los Gatos.

—Carlitos, te dije que no me los iba a quedar ni cuidar, nada de nada.—le dijo ya con la paciencia agotada.

—Un solo día. Se van a morir sino.—le pidió.

Estaban entrando al pueblo, el morocho manejaba a velocidad lenta. Estaba bastante irritado y Carlitos le estaba hartando todos los esquemas de la tolerancia posibles.

—Me seguís jodiendo y te los revoleo a la mierda.—fue claro y su voz sonó demasiado dura.

Entonces cuando la moto estuvo casi detenida, Carlitos bajó de ella con gran agilidad. Sintió el peso disminuir y se fijó en el espejo comprobando que él menor de había bajado. Frenó en seco y se volteó a verlo con sorpresa. Aún su rostro estaba contraído en enojo y varias líneas se formaban en su frente. Pero luego cambió al ver la expresión de Carlos.

—Ándate a la mierda forro.—le dijo con frialdad para después irse por la cuadra de en frente. Ramón parpadeo dos veces ante el asombro y luego arrancó para seguirlo.

—¡Carlitos! ¡Pibe!—le gritó alcanzándolo. El nombrado siquiera se volteó, caminó sin inmutarse con la campera en sus brazos. Envuelta en un bulto. —¡Carlos!—lo llamó por última vez. Fue cuando Carlitos dobló la cuadra y no le dió tiempo a también girar, haciendo difícil maniobrar la moto para hacerlo.

—Chupala gil.—murmuró con fastidio. Arrancó a toda velocidad para dirigirse a su casa.

Desde ahí se acostó sin poder deshacerse del mal humor, apenas comió y apenas quiso cruzar palabras con sus padres. La voz tétrica y con ira de Carlitos le retumbaba en la cabeza y hasta llegó al pensamiento de porqué no había aceptado cuidar a los malditos gatos. También reflexionó que el chico había confiado en él para el trabajo y el lo rechazó sin ningún tacto. Cayó en cuenta de que la pelea era ridícula y eso lo enfureció más.
La habitación era lo suficientemente oscura y pacífica para dejarlo indagar con total tranquilidad en sus pensamientos y tomar sus acciones renegandolas. Se escuchó una punteada entre la oscuridad, al notar que lo que más le molestaba era la indiferencia del pibe, el pibe de rulos que hacía rato había puesto sus días patas para arriba.

Fue cuando lo vió los dos días siguientes en la escuela. Lo divisó a lo lejos en un pupitre que nunca había usado, estaba con su expresión inalterable de siempre, sus facciones no se conformaban en ninguna imperfección de expresión. Y sonreía de vez en cuando cuando alguno que otro hacía algún chiste al profesor.

Se vio vulnerable y quiso hablarle, pero cuando intentó hacerlo en el recreo, vió a otro chico acercándose, lo miró con cautela pero luego le sonrió descaradamente. Carlitos no se molestó con su presencia, al contrario le sonrió de la misma manera. El vaso se derramó cuando el morocho contemplo como ese chico le tomaba un mechón de rizos y se los apartaba de la cara creando una escena bastante comprometedora entre ambos. Vió a Carlitos sonrojarse y eso lo sacó de quicio. Se acercó con total furia y los miró a ambos, al chico desconocido con más seriedad que al rubio, pero aún así volvió su mirada a él.

—¿Podemos hablar?—le pidió con la voz grave, marcando total dominio.

Vió a Carlitos arrugar la nariz pero sin salir de su semblante sereno. Luego levantó la vista hacia el y lo miró con indiferencia.

—¿Y vos quien sos?—le preguntó como si nada, con un tono incrédulo. El chico a su lado rio y a Ramón sin poder creer lo que escuchaba se le enterró la rabia en todo el cuerpo.

Los dioses resplandecen |El Ángel| Donde viven las historias. Descúbrelo ahora