Capítulo 25: Siempre un iluso

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El camino se mecía de la serenidad marcada por los faros de la noche, el estupor marchito de pocos autos adornaba la cuadra, los niños descalzos y libres, rondaban sobre las veredas. Todos estaban sumergidos en sus propias demandas, nadie era capaz de percatarse de nada más que pasara fuera de sus casas, el dolor ajeno no entraba tras sus ventanas, el peligro recorría con sigilo por donde quería, y nadie estaba alerta, de ningún depredador, de ningún ser humano resplandeciente de tanta libertad, como aquel joven de mediana estatura, ropa de jeans, y el cabello más largo del barrio.

Carlitos no pasaba ausente, en ningún lugar que lograra pisar con gracia, su cara maquiavélica de la verdad si. Nadie distinguía peligro en los ojos serenos y pacíficos del rubio, no se podían hacer semejante idea de alto tan terrorífico que si podía corresponder a un criminal de barrio bajo, sucio y común.

Los arrebatos propios de su personalidad pulida para encantar, ensordecían con demasía a los inocentes, la inocencia brincándole devotamente de sus mentes, los condenaba.

No se cercioró de cuánto tiempo estuvo parado frente a esa vidriera, admirando aquellos relojes que según su economía familiar, no podría permitirse pagar. Pero ahí estaba, su astucia innata ni siquiera le había permitido pensar en la posibilidad de comprarlo con el dinero que guardaba de los robos, en cambio, criticó y paciente, se había aprendido el orden de llegada de los clientes, y el ajetreo del negocio, en sólo treinta minutos. Tenía un dueño a la vista, barrigón y sonriente, aquel hombre de edad avanzada parecía mantenerse con cautela con cada cliente que ingresaba. Dos empleados lo ayudaban, una joven linda, capaz de hechizar compradores y dar calma a las damas mayores ricachonas que pretendían divagar por horas entre charlas pesadas, sin poder decidirse por un accesorio. Y otro hombre, que irradiaba autoritarismo y podía agazaparte con su rostro serio y punzante.

Se encogió levemente hacia abajo, para terminar apoyado sobre su rodilla, que descansaba en un escalón alto de la vidriera. El mechón más largo de rizos le caía sobre un costado, dando la ilusión de que su cabello aún era más largo, suspiró con una sonrisa que nadie podía leer, sus ojos pincelados siguieron el brillo amarillento del reloj de oro, no era el más bello, ni el más llamativo a grandes rasgos, pero en su muñeca, lograría ser el reloj más completo y brillante de toda la serie.
Pudo incorporarse ante la presencia del uniformado junto a él, pero no lo hizo, ignoró la intimidación y prefirió seguir ausente, simulando no percatarse de la llegada.

—Joven, ¿Pasa algo? Va a comprar o va a dejar la vidriera en paz, adentro el dueño está inquieto.

El oficial que le hablaba, era un joven de pocos años más que él, había agravado la voz en el servicio de preparación, captando a la perfección el tono demandante que necesitaba la carrera. Pero a Carlos Puch era imposible que lo intimidase.

El vivaz tintineo de los árboles meciéndose sobre la tienda y ellos, le revolvió los rulos, la brisa los llevó a su cara y él los acomodó detrás de su oreja, a la par que se enderezaba y volteaba al policía. La vista inmediata del rostro juvenil, expresando aún más juventud de la exacta, avasalló con toda seriedad del oficial, se quedó pensante mientras observaba a aquel joven de cabellos cobre y ojos resplandecientes. Pasaron segundos, pero el tiempo inexistente se trasformó en la sensación de vivirlo en horas.

—Es muy lindo.—pronunció Carlitos, sin pestañear, con la vista penetrante sobre los ojos marrones del otro.

—¿H-he?—atisbó a pronunciar, confundido. Siendo partícipe de algún acto de divinidad marcando por quién sabe cuál de todos los dioses de la mitología que nunca le había interesado.

—El reloj.—respondió el rubio, y el cayó en cuenta en lo absurda que se había vuelto su mente haciéndose ideas tontas tan de repente.—tanto como caro...—finalizó.

Los dioses resplandecen |El Ángel| Donde viven las historias. Descúbrelo ahora