Capítulo 19: En tu ternura, una buena traición

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Quedó paralizado mientras se hundía en la parte oscura de la complicidad, en su mente, su cerebro no guardaba refugio, su cuerpo se contraía en las estocadas del espantoso aroma que estaba empezando a sentir. No podía despegar la vista de aquella sangre tan espesa que parecía gritarle desde el suelo.

No quería mirar. Y no lo podía evitar.

Tenía al fantasma de la muerte justo frente a él, y en su andar en lo alto, si levantaba aún más la vista, el resplandor del Ángel capaz de llevar la muerte a cabo, se lucia frente a él.

Con el rostro contraído en una mueca que parecía la más inadecuada para la situación, pasó frente al cadaver e hizo un ademán de que lo siguiera con la mano. Pero las piernas de Ramón estaban paralizadas. El abismo oscuro que se creaba en su corazón sería inaguantable, las náuseas le nublaron el juicio, y pensó, en la confusión y en lo perverso del momento, en que el mejor refugio sería permanecer junto a Carlitos. Como si la figura despampanante del joven, con su Perfecto andar y su incansable belleza, fuera el consuelo de todo, porque si lo miraba, era lo único que parecía relucir en ese mugroso agujero donde se sentía desfallecer.

Pronto se percató de los minutos que había estado allí duro como una estatua frente al muchacho de rizos, mientras este guardaba fajos y fajos de billetes. El aroma del dinero también le hizo arder la nariz, y las náuseas eran imposibles de contener. De un momento a otro quizo hablar, solo para comprobar si su voz se había ido realmente de sus cuerdas vocales las cuales sentía apagadas. Pero no le salió siquiera un murmullo.

Y cuando quiso percatarse de otro momento, fue el segundo en que cruzó la última esquina que se dibujaba cerca de su casa, estaba manejando y no sentía las manos sobre el volante, era como un títere ejerciendo movimientos por inercia, cuando su alma estaba completamente perdida, y su conciencia dormía.

No quiso voltear a verlo, no deparó en su sonrisa sobre la oscuridad permanente, que daba la noche, resultando aún más clara que el color de sus ojos, eternos oscuros y siniestros.

Por primera vez desde que lo había conocido. No quería mirarlo.

Su padre estaba apoyado sobre la cerca blanca y desgastada, fumaba un cigarro con total despreocupación, como si su hijo no hubiese salido nunca a jugarse la vida en un local dónde había vigilancia y había altas posibilidades de caer. Ramón experimento la amarga sensación de la distancia entre ellos, dándose cuenta de que en verdad, su padre lo mandaba prácticamente a la guerra. Y ni necesariamente con preocupación.

Aparcó el auto, y fueron dos segundos solamente que le tomó reaccionar ante lo ocurrido, el legumbre de su conciencia se extendía como un matorral de alambres que se enredaban a una velocidad extrema. Pero pudo rescatar dos cosas fundamentales, salidas de su ser analítico y precavido. Cuando oyó a Carlitos bajar, se cacheteó con la fuerza  suficiente para
despabilarse en una cara más partícipe a disimular. Enrollo una sonrisa más cínica que la del mismo Robledo, y se sintió totalmente extraño, pero se dijo a sí mismo que no quedaba otra.

Primero debía disimular, ante todo. Habían conseguido el motín y era un "premio" generoso. No debía mostrarse como un fideo blando, aunque la imagen del tipo muerto sobre la mesada le llegara una y otra vez como una oleada de mil ráfagas.

Segundo. Debía evitar que Carlitos hablara, quién conociéndolo, -o creyendo conocerlo- no haría escándalo en decirlo, por más bochornoso y horroroso que sea. Tenía la magia intacta de un psicopata de disfrazar las palabras, teñirlas y largarlas sumamente limpias y blancas. Era el peligro furtivo.

—Tardaron más de lo acordado muchachos, pasen. Estoy con compañía.

Les dijo él,tomando el bolso de la mano de Carlitos, quién al oírlo recordó a Francisco y sacó una mueca fría que Ramon en su profunda crisis no vió.

Los dioses resplandecen |El Ángel| Donde viven las historias. Descúbrelo ahora