1-"La cruda realidad"

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—Al fin veinte años —gruñe la chica, colocándose una camisola de mangas colgantes beige y un pantalón holgado marrón. Recoge su maraña de cabello castaño en un moño desaliñado —. Qué me deparará la vida, ¿eh? Bonifacio.

Dirige su mirada al loro verde que mordisquea con el pico los barrotes de su gran jaula de madera, que tiene forma de caja y cuelga del techo.

—Pa pan —Bonifacio articula esas dos sílabas, aún picoteando la madera, desesperado por el hambre.

La chica hace una mueca, y se voltea hacia la puerta de la habitación para buscarle pan al animal, y de paso desayunar ella.

—Toc toc —Nicolás se asoma, justo cuando la muchacha abriría la puerta —. Buenos días, Mar.

—Buenos días, hermano —Marina le revuelve el cabello oscuro al chico, quien le sobrepasa por unos centímetros de altura a pesar de serle tres años menor —. ¿Y cómo me van a vanagloriar hoy?

—Felicidades —le sonríe de lado —. Veinte años, señora.

—Vaya, te acordaste, bacalao —Marina sigue caminado hasta la cocina. Las tablas de madera que conforman el suelo sonando por cada vez que las suelas de los zapatos las golpeaban.

Se pone en puntas de pies hasta alcanzar un pan de barra en una repisa. Le arranca un pedazo y lo lleva a su boca, luego otro un poco más grande y coloca el pan en su lugar, yendo a alimentar a su ave.

—Pan. Pa. Paaan —el pobre loro Bonifacio suplica por que le entregue el bendito pan.

Marina le lanza una mirada maldita. Y se come el pan. En la mismísima cara del loro.

—Pu. Ta —reprocha Bonifacio, y Marina se carcajea para salir de nuevo hacia la cocina, pero esta vez no para buscar pan.

Por si no se nota; Marina odia a ese loro. Lo tiene más por compromiso, porque era de su fallecida madre, pero si fuera por ella se lo comiera.

—¿Y dónde está nuestro padre? No puedo creer que no haya sido el primero en felicitar a su hija —se queja la chica, colocando sus manos en sus caderas, asomándose por la puerta de la sala que da hacia afuera.

—No sé —Nicolás se encoge de hombros —. ¿Estará en la plaza?

—Apenas sale el Sol y ese hombre anda en la calle —se rasca la cabeza —, quizá jugando ajedrez con algún vecino.

—Busquémoslo, cumpleañera.

—Vamos.

Marina se pone unos zapatos de cuero, los mejores que tenía ya que eran cómodos y no lucían tan mal. Camina por las calles empedradas, su hogar de madera estando en una vecindad de camino estrecho. Las casas están prácticamente amontonadas, con cuatro o cinco metros quizá de diferencia una frente a la otra, para que se imaginen lo estrecho que es el camino.

Es una isla donde la piratería es más común que las ratas. Una isla pequeña olvidada en el Caribe; Ayralia. Donde todos viven en miseria, y armonía, bueno, podrías llamarlo armonía si tienes en cuenta que te puede matar cualquier borracho si le chocas.

Una isla donde los piratas gobiernan, sin existir un gobierno.

Donde el más fuerte y astuto sobrevive, y el más ingenuo y amable es explotado.

Cosas Del Mar ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora