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A poca distancia a pie de Longbourn, por un camino corto

pero peligroso, vivía una familia con la que los Bennet mantenían

una profunda amistad. Sir William Lucas había sido

anteriormente un fabricante de vestiduras de enterramiento tan

exquisitas que el Rey le había concedido el título de caballero.

Sir William había ganado una relativa fortuna, hasta que la

extraña plaga había hecho que sus servicios fueran innecesarios.

Pocos estaban dispuestos a pagar una elevada suma en vestir a

los muertos con una suntuosa mortaja cuando ésta quedaría

hecha una pena en cuanto abandonaran sus sepulturas. Sir Lucas

se había mudado con su familia a una casa situada a menos de

dos kilómetros de Meryton.

Lady Lucas era una mujer muy bondadosa, no demasiado

inteligente para serle útil como vecina a la señora Bennet. Los

Lucas tenían siete hijos. La mayor, una joven sensata e

inteligente, de unos veintisiete años, era amiga íntima de Elizabeth

—Empezó usted la velada con buen pie, Charlotte —

comentó la señora Bennet a la señorita Lucas con admirable

autodominio—. Fue la primera que eligió el señor Bingley.

—Sí, pero la segunda le gustó más.

—Ah, supongo que se refiere a Jane, porque bailó con ella

dos veces, y porque Jane luchó valerosamente contra los

innombrables.

—¿No les he contado la conversación que escuché entre él

y el señor Robinson? El señor Robinson preguntó al señor

Bingley si le gustaban nuestras fiestas en Meryton, si no creía

que había muchas mujeres bonitas presentes, y cuál le parecía la

más guapa. Y el señor Bingley respondió a la última pregunta sin

vacilar: «¡La mayor de las señoritas Bennet, por supuesto! No

cabe la menor duda».

—¡Caramba! Es una afirmación muy categórica.

—El señor Darcy no es tan amable como su amigo —dijo

Charlotte—. ¡Pobre Eliza! ¡Dijo que era «pasablemente»

atractiva!

—Le ruego que no disguste a Lizzy comentándole lo que el

señor Darcy ha dicho de ella. El señor Darcy es un hombre tan

desagradable que sería una desgracia conquistar sus simpatías.

La señora Long me contó anoche... —A la señora Bennet se le

quebró la voz al recordar a la pobre señora Long, con el cráneo

aplastado entre las fauces de esas monstruosas criaturas. Las

damas guardaron silencio unos momentos, absortas en sus

pensamientos.

—La señorita Bingley me contó que su hermano apenas

despega los labios —dijo Jane por fin—, salvo cuando está con

despega los labios —dijo Jane por fin—, salvo cuando está con

sus amigos íntimos. Con ellos se muestra extraordinariamente

amable.

—Su orgullo —observó la señorita Lucas— no me ofende

tanto como suele ofenderme el orgullo, porque tiene motivos.

No es de extrañar que un joven como él, con familia, fortuna y

todo a su favor, sea tan orgulloso. Si se me permite decirlo, creo

que tiene derecho a mostrarse orgulloso.

—Es cierto —respondió Elizabeth—, yo podría perdonar

fácilmente su orgullo si no hubiera herido mi amor propio. Os

aseguro que de no haber estado ocupada peleando contra los

innombrables le habría rebanado el cuello.

—El orgullo —terció Mary, que se ufanaba de la solidez de

sus observaciones—, es un defecto muy común. Según lo que he

leído, estoy convencida de que es muy frecuente.

Elizabeth no pudo por menos de poner los ojos en blanco

mientras Mary proseguía:

—La vanidad y el orgullo son dos cosas muy distintas,

aunque a menudo la gente utiliza esas palabras como sinónimos.

Una persona puede ser orgullosa sin ser vanidosa. El orgullo

tiene que ver con la opinión que tenemos de nosotros mismos, la

vanidad con lo que creemos que los demás piensan de nosotros.

En ese momento Elizabeth emitió un sonoro bostezo.

Aunque admiraba la valentía de Mary a la hora de pelear,

siempre la había considerado un tanto aburrida cuando estaba en

un ambiente distendido.

Orgullo y prejuicio y zombisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora