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Cuando las damas se retiraron después de cenar, Elizabeth

corrió junto a su hermana y, al verla muy recuperada, la

acompañó hasta el salón, donde la señorita Bingley y la señora

Hurst recibieron a Jane con profusas muestras de gozo.

Elizabeth nunca las había visto comportarse de forma tan amable

como durante la hora que transcurrió hasta que aparecieron los

caballeros. Pese a la falta de adiestramiento de ambas damas en

los métodos de combate, Elizabeth tuvo que reconocer que

poseían una gran habilidad como conversadoras.

«Si las palabras pudieran decapitar a un zombi —pensó—,

en estos momentos me hallaría en presencia de las dos guerreras

más grandes del mundo.»

Pero cuando entraron los caballeros, la señorita Bingley

dirigió la vista de inmediato hacia Darcy y le dijo unas palabras

antes de que éste hubiera avanzado unos pasos. Darcy saludó a

Jane, felicitándola educadamente por su recuperación; el señor

Hurst hizo también una leve reverencia y dijo que «se alegraba

mucho de que se tratara sólo de un catarro, en lugar de la

extraña plaga». Pero fue Bingley quien la saludó más

efusivamente, mostrándose encantado de su mejoría y

colmándola de atenciones. Bingley se afanó en atizar el fuego

durante media hora, no fuera que Jane empeorara debido al

cambio de habitación. Luego se sentó junto a la joven, sin

apenas dirigirse a nadie más. Elizabeth se sentó junto a la

pequeña rueda de afilar situada en un extremo de la habitación y

observó divertida la escena mientras afilaba las espadas de los

caballeros, las cuales había comprobado que estaban

escandalosamente romas.

Después del té, el señor Hurst recordó a su cuñada la mesa

de juego, pero fue en vano. La señorita Bingley había averiguado

secretamente que el señor Darcy no era aficionado a las cartas,

por lo que la abierta petición del señor Hurst fue rechazada. La

joven le aseguró que nadie deseaba jugar a las cartas, y el

silencio de todos los presentes sobre el asunto pareció confirmar

sus palabras. De modo que al señor Hurst no se le ocurrió otra

cosa que sentarse en uno de los sofás y descabezar un

sueñecito. Darcy tomó un libro; la señorita Bingley hizo lo

propio; y la señora Hurst, que se entretenía jugando con una de

las estrellas voladoras de Elizabeth, participaba de vez en

cuando en la conversación entre su hermano y la señorita

Bennet.

La señorita Bingley estaba más pendiente de observar al

señor Darcy mientras éste leía que en la lectura de su propio

Orgullo y prejuicio y zombisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora