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El señor Collins no era un hombre sensato, y la deficiencia

en su naturaleza apenas había sido compensada por su

educación o capacidad de desenvolverse en sociedad; buena

parte de su vida la había pasado bajo la tutela de un padre

valeroso pero ignorante, y aunque había asistido a una de las

universidades, con frecuencia había tenido que soportar el

desprecio de sus coetáneos por su falta de sed de sangre. El

sometimiento en el que su padre le había criado le había

proporcionado unos profundos conocimientos sobre el arte de la

lucha, pero éstos habían sido contrarrestados por su débil

intelecto, su figura corpulenta y, en la actualidad, su holgada

situación. Por una feliz casualidad le habían recomendado a lady

Catherine de Bourgh, la cual se había visto obligada a decapitar

al rector anterior cuando éste había sucumbido a la muerte

viviente.

El señor Collins, que disponía de una buena casa y una renta

más que suficiente, había decidido casarse; y en su afán de

reconciliarse con la familia de Longbourn tenía previsto elegir

esposa, pues se proponía ofrecer matrimonio a una de las hijas,

si le parecían tan guapas y amables como le habían asegurado

que eran. Este era su plan de desagravio, para compensarlas por

el hecho de heredar la propiedad de su padre, lo cual le parecía

excelente, oportuno y adecuado, amén de excesivamente

generoso por su parte.

Su plan no varió al ver a las jóvenes. El hermoso rostro y

admirable tono muscular de la hija mayor confirmó las

esperanzas del señor Collins, y desde la primera noche decidió

proponerle matrimonio. No obstante, a la mañana siguiente se

produjo una alteración en sus planes, pues durante un cuarto de

hora de conversación en privado con la señora Bennet antes del

desayuno, una conversación que comenzó con su vivienda, la

casa del párroco, y condujo de forma natural a que el señor

Collins le expresara su deseo de hallar en Longbourn una

esposa, la señora Bennet, entre sonrisas complacidas y muestras

de aprobación, le previno con respecto a Jane, la joven en la

que el señor Collins se había fijado. En cuanto a sus hijas más

jóvenes, la señora Bennet no podía asegurárselo —no podía

responder con certeza—, pero no le constaba que ninguna de

ellas se sintiera atraída por algún joven; pero consideraba su

deber advertirle que era muy probable que su hija mayor no

tardara en comprometerse en matrimonio.

Elizabeth, que no tenía nada que envidiar a Jane en cuando a

Orgullo y prejuicio y zombisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora