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Cuando sus primas se marcharon, Elizabeth, como si

estuviese deseosa de incrementar la furia que sentía contra el

señor Darcy, decidió entretenerse examinando las cartas que

Jane le había escrito desde que estaba en Kent. Las misivas no

contenían ninguna queja específica, no abundaban en hechos

pasados ni manifestaban su actual sufrimiento. Pero, en términos

generales, prácticamente cada línea denotaba una ausencia de la

alegría que había caracterizado a Jane. Elizabeth cayó en la

cuenta de que cada frase transmitía la sensación de congoja con

una nitidez que no había observado al leer las cartas por primera

vez. La vergonzosa jactancia de Darcy de que había ahorrado a

su amigo muchos sinsabores no hacía sino realzar el sufrimiento

de Jane. Se consoló pensando que el caballero no tardaría en

caer abatido por su espada, y que en menos de quince días

volvería a reunirse con Jane y contribuiría a que recobrara su

alegría, empezando por ofrecerle el corazón y la cabeza de

Darcy.

Elizabeth no podía pensar en Darcy sin acordarse del primo

de éste, pues por más que era un hombre muy agradable, el

coronel Fitzwilliam era asimismo la única persona que podría

atribuir la autoría del asesinato de Darcy a Elizabeth. La joven

decidió que tendría que matarlo también.

Mientras reflexionaba sobre eso, se sobresaltó al oír de

pronto la campanilla de la puerta, nerviosa al pensar que pudiera

tratarse del coronel Fitzwilliam. Pero pronto desterró esa idea, y

su estado de ánimo cambió cuando, para su asombro, vio

aparecer al señor Darcy. Éste se apresuró a inquirir por su salud,

atribuyendo su visita al deseo de averiguar si se sentía mejor.

Elizabeth le respondió con fría cortesía, apenas capaz de dar

crédito a la propia fortuna de que Darcy se hubiera presentado

tan pronto, y aguardando la primera oportunidad para

disculparse y tomar su katana. Darcy se sentó durante un

momento, tras el cual se levantó y empezó a pasearse por la

habitación. Después de un breve silencio, se acercó a Elizabeth y

le dijo visiblemente nervioso:

—Me he esforzado en vano. No puedo seguir así. No

puedo reprimir mis sentimientos. Permítame que le diga lo

ardientemente que la admiro y amo.

El estupor de Elizabeth era inenarrable. Lo miró incrédula, se

sonrojó, dudó y guardó silencio. El señor Darcy lo interpretó

como una muestra de aliento y se apresuró a manifestarle cuanto

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⏰ Última actualización: Jan 14, 2019 ⏰

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Orgullo y prejuicio y zombisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora