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Elizabeth estaba con su madre y sus hermanas, reflexionando

sobre lo que había oído, y decidida a no contárselo a nadie,

cuando apareció sir William Lucas, enviado por su hija, para

anunciar el compromiso de ésta a la familia. Tras saludarlas

cordialmente, procedió a explicar el motivo de su visita a un

público que no sólo se mostró asombrado sino incrédulo; pues la

señora Bennet, con más perseverancia que cortesía, declaró que

sir William debía de estar en un error; y Lydia, siempre

imprudente y a menudo grosera, exclamó estentóreamente:

—¡Cielo santo! ¿Cómo se le ocurre contarnos esa historia,

sir William? ¿Acaso no sabe que el señor Collins desea casarse

con Lizzy?

Afortunadamente, sir William tenía la formación de sastre y

no de guerrero, pues sólo la paciencia de un hombre que había

enhebrado diez mil agujas podía soportar semejante trato sin

enfurecerse.

Elizabeth, considerando que tenía el deber de echarle una

mano en una situación tan desagradable, se apresuró a confirmar

las palabras de sir William, diciendo que la propia Charlotte le

había comunicado la noticia. La señora Bennet se sentía

demasiado abrumada para decir gran cosa durante el rato que

sir William permaneció; pero tan pronto como éste se fue, la

dama se apresuró a dar rienda suelta a sus sentimientos. En

primer lugar, seguía sin dar crédito al asunto; segundo, estaba

segura de que el señor Collins había sido víctima de una

encerrona; tercero, confiaba en que éste y Charlotte no fueran

felices juntos; y cuarto, esperaba que la boda se suspendiera.

Con todo, cabía hacer dos deducciones de lo ocurrido: primero,

que Elizabeth era la verdadera causa de la absurda historia; y

segundo, que ella había sido bárbaramente manipulada por

todos; y a esos dos puntos se aferró durante el resto del día.

Nada podía consolarla ni tranquilizarla. Y el transcurso del día

no logró mitigar su resentimiento.

Las emociones del señor Bennet eran mucho más

sosegadas, pues, según dijo, le reconfortaba comprobar que

Charlotte Lucas, a la que había considerado medianamente

sensata, era tan necia como la señora Bennet, y más necia que

su hija.

En cuanto a Elizabeth, cada vez que pensaba en ello rompía

a llorar, pues sólo ella conocía la triste verdad. Pensó en varias

ocasiones matar a Charlotte, calzarse sus botas japonesas tabi,

entrar sigilosamente en su dormitorio bajo el amparo de la

Orgullo y prejuicio y zombisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora