La carta de la señorita Bingley llegó, poniendo fin a las
dudas. La primera frase les aseguraba de que estaban todos
instalados en Londres para pasar el invierno, y concluía con el
pesar de su hermano por no haber tenido tiempo de presentar
sus respetos a sus amigos en Hertfordshire antes de abandonar
la campiña.
Las esperanzas se habían ido al traste definitivamente; y
cuando Jane fue capaz de leer el resto de la carta, halló escaso
alivio, salvo el afecto que su autora le aseguraba que sentía por
ella. Los elogios dirigidos a la señorita Darcy ocupaban buena
parte de la misiva. Caroline abundó de nuevo en sus numerosas
cualidades, alardeando alegremente de la creciente amistad que
se había fraguado entre ellas.
Elizabeth, a quien Jane no tardó en comunicar buena parte
del contenido de la carta, la escuchó con silenciosa indignación.
Su corazón estaba dividido entre la preocupación por su
hermana y la idea de trasladarse de inmediato a la ciudad para
acabar con todos ellos.
—¡Querida Jane, eres demasiado buena! —exclamó
Elizabeth—. Tu dulzura y generosidad son auténticamente
angelicales; deseas creer que todo el mundo es respetable, y te
duele que yo hable de matar a alguien por el motivo que sea. No
temas que me exceda, que traspase los límites de tu buena
voluntad universal. Son pocas las personas por las que siento un
profundo cariño, y menos las que me caen bien. Cuanto más
conozco el mundo, más me desagrada; y cada zombi confirma
mi convicción de que Dios nos ha abandonado como castigo por
las vilezas de gente como la señorita Bingley.
—Querida Lizzy, no debes albergar esos sentimientos.
Destrozarán tu vida. No tienes en cuenta la diferencia de
situación y temperamento. Para alguien que habla con frecuencia
de nuestro querido maestro, temo que has olvidado su sabiduría.
¿No nos enseñó a moderar nuestros sentimientos? No debemos
precipitarnos en creer que alguien nos ha ofendido
intencionadamente. A menudo es nuestra vanidad la que nos
engaña.
—Estoy muy lejos de achacar la conducta del señor Bingley
a un intento deliberado por su parte de hacer daño —respondió
Elizabeth—, pero uno puede cometer un error y causar
sufrimiento sin ofender o herir a alguien adrede. La irreflexión, la
desconsideración por los sentimientos de los demás y la falta de
firmeza constituyen graves ofensas contra el honor de uno.
ESTÁS LEYENDO
Orgullo y prejuicio y zombis
Roman d'amourVersion de Jane Austen y Seth Grahame-Smith «Es una verdad universalmente reconocida que un zombi que tiene cerebro necesita más cerebros». Así empieza Orgullo y prejuicio y zombis, una versión ampliada de la clásica novela de Jane Austen, sólo que...