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A las cinco Elizabeth se retiró para reflexionar y vestirse, y a

las seis y media le anunciaron que la cena estaba servida. Jane

no había mejorado. Al enterarse de ello, las hermanas Bingley

repitieron tres o cuatro veces lo profundamente que lo

lamentaban, lo horrible que era estar acatarrada y lo mucho que

les disgustaba ponerse enfermas, tras lo cual no volvieron a

mencionar el asunto. Su indiferencia hacia Jane cuando ésta no

se hallaba presente restituyó la animadversión que Elizabeth

había sentido hacia ellas en un principio.

El hermano de las damas, el señor Bingley, era el único del

grupo que inspiraba a Elizabeth cierta simpatía. Su preocupación

por Jane era palmaria, y la atención que dedicaba a Elizabeth

muy grata, impidiendo que la joven se sintiera como una intrusa,

que al parecer era como los demás la consideraban.

Después de cenar, Elizabeth regresó junto a Jane, y la

señorita Bingley empezó a criticarla en cuanto la joven abandonó

la habitación. Declaró que tenía unos modales pésimos, una

mezcla de orgullo y descaro; carecía de conversación, de estilo y

de belleza. La señora Hurst, que opinaba lo mismo, añadió:

—En resumidas cuentas, no posee ninguna cualidad, salvo

estar bien instruida en los métodos de combate. Nunca olvidaré

el aspecto que presentaba esta mañana. Parecía casi una salvaje.

—Tienes razón, Louisa. ¿Qué necesidad tiene de andar por

ahí sola, con los tiempos tan peligrosos que corren, simplemente

porque su hermana está resfriada? ¡Con esas greñas y ese

desaliño!

—Sí, por no hablar de sus enaguas. Supongo que te fijaste

en sus enaguas, con un palmo del bajo manchado de barro, y

con unos fragmentos de carne muerta adheridos a la manga, sin

duda de sus atacantes.

—Puede que tu descripción sea cierta, Louisa —dijo

Bingley—, pero no reparé en esos detalles. Pensé que la

señorita Elizabeth Bingley ofrecía un aspecto magnífico cuando

apareció esta mañana. No me fijé en sus enaguas manchadas.

—Estoy segura de que usted sí se percató, señor Darcy —

comentó la señorita Bingley—, y me inclino a pensar que no le

gustaría que su hermana exhibiera ese aspecto.

—Desde luego que no.

—¡Recorrer a pie cinco kilómetros, o los que sean, hundida

en el lodo hasta los tobillos, y sola! ¡Con la amenaza de los

innombrables atacando y asesinando día y noche a pobres

Orgullo y prejuicio y zombisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora