La ceguera mental.

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La mente es silenciosa.
La enfermedad se desliza semejante a un depredador, abarca todo, lentamente, desapercibida.
Me encuentro en una habitación, en una llena de palabras y llanto. A penas me escucho a mí misma con los lamentos y notas de suicidio esparcidas sobre el concreto.
Los presentes nos tornamos de un negro más potente que el de la habitación misma. No nos vemos, mas nos sentimos; apoyando nuestras manos contra la pared para tantear la salida.
Gritos.
Gritos y lamentos.
Estamos enfermos.
¿Estamos enfermos?
Reiteran; lo estamos.
¿Lo merecemos? ¿Anhelamos ser el resto? ¿Qué pensamos? Cada pregunta es equivalente a tocar fondo, a romper nuestros tímpanos y encorvar nuestras espaldas y rodillas hasta finalmente encontrarnos enrollados en nosotros mismos, abandonados, tirados sobre el frío piso. Temblamos incontrolablemente. Morimos imperceptiblemente. Entre bramidos implorando ayuda, bajo oraciones y pactos poco fiables, sobre llamas que hielan el alma. Así morimos.

La luz de la habitación se enciende. Somos capaces de ver los rostros de los cuales proviene el ruido.
Gente común, rostros sonrientes de rizados cabellos, mujeres blancas y robustas portando un 'hiyab', jóvenes morenas de ojos pispiretos, señores con camisas de cuadros y lentes pequeños, señoras negras que sonríen como si dos ganchos les sostuviesen las mejillas para que les fuese imposible dejar de hacerlo.
Nos miramos con miedo. ¿Esta multitud ha sido capaz de escribir las cartas de suicidio que ahora se trozan lentamente? ¿Rasgaron las paredes? ¿Imploraron por ayuda o por la muerte?
No hay monstruos, no hay lágrimas ni ceños fruncidos; únicamente seres humanos reunidos en una habitación invisible, en medio de la nada, pero aguantándonos a todos.
Ahora me pregunto:
¿Son reales?

FEMALE RØBBERYDonde viven las historias. Descúbrelo ahora