Capítulo XXX: No le temas al agua.

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Cuando Caslya desapareció de su vista, Kyriel no tuvo tiempo para pensar en una alternativa, simplemente se abalanzó en aquella dirección

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Cuando Caslya desapareció de su vista, Kyriel no tuvo tiempo para pensar en una alternativa, simplemente se abalanzó en aquella dirección. Antes de saltar de la barandilla para caer a lo desconocido, oyó el filo de un arma cortar el aire y clavarse en la pared frente a él. Había sido una distracción, así que, al girar, lo hizo otorgando una patada a la mujer iba a detenerlo.

Carmín retrocedió unos pasos. La herida en su frente aún sangraba y no había sido lo suficientemente rápida para esquivar el golpe que él le había dado. De cualquier forma, Kyriel supo —por el brillo salvaje de sus ojos— que ella se iba a lanzar hacia él, sin embargo, su Majestad la detuvo. Y él, sin perder tiempo, tomó su daga enterrada en la pared y trepó el marco de la ventana.

—No permitas que la encuentre —dijo su Majestad, pero Kyriel pasó de sus palabras. Solo tenía en mente encontrar a Caslya, así que cuando saltó, cuando el aire lo azotó con rudeza y solo se encontró cayendo al vacío, la buscó con la mirada.

Con dificultad logró recorrer el escenario que a cada latido se volvía más cercano: árboles, rocas y un río que se extendía con fervor por debajo de él; pero más cerca, estaba ella. Caslya parecía querer luchar contra la caída y al igual que él, ella buscaba tomar el control de sus movimientos. Ser ella —y no el aire que golpeaba sus cuerpos— quien decidiese dónde caer.

A diferencia de ella, él tenía entrenamiento y resistencia física.

Durante un momento, él pensó en llamarla. En gritar su nombre y atraer su atención, pero al final, no lo hizo. Llamarla implicaría que ella se distrajera y perdiera el control que parecía haber conseguido. Kyriel la notaba centrada, y deshacer aquel logro solo crearía caos y sumaría dificultades a su plan. Así que, sin perder tiempo, y calculando que no faltaría mucho para que ambos se sumergiesen en el agua, él se dirigió hacia ella.

La cazó por la cintura y ella profirió un gritó ahogado.

—Cálmate —le ordenó cuando ella intentó zafarse de su agarre—. Aférrate a mí.

Cuando ella lo hizo, él escondió su rostro contra su pecho para protegerla del impacto. Asimismo, sintió sus manos sujetarse a él y al tenerla tan cerca, al sentirla tan confiada en que él la protegería, una extraña sensación lo invadió; una sensación que se apoderó de él hasta que sus cuerpos se sumergieron en el agua helada.

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