¿Dónde están mis botas marrones? ¿Debajo de la cama? ¿O las dejé en el pasillo? Estoy tan nerviosa que no recuerdo ni lo que acabo de hacer. Oh, por dios Lia, céntrate. Vas a conocer a Raúl Mendes, no a tirarte por un puente. Lo divertido de todo es que creo que sería más fácil lanzarme desde el acueducto de Segovia que fijarle la mirada a Mendes.
Sigo sin creer que hoy sea el día. Tantas noches anhelando esta fecha y por fin ha llegado. Aún no tengo claro que vestido me voy a poner. ¿Mejor un pantalón y una camiseta? Estaría más cómoda, no lo niego, pero me encanta ese vestido de flores que compré la pasada temporada en rebajas. No tengo tiempo de ir a mirar otra cosa, así que me pondré ese, ¿o no? ¿Y el pelo? ¿Coleta o suelto? Por qué es tan difícil todo hoy.
No lo he dicho aún, pero Mendes es un dios griego hecho ser humano. Es alto, moreno, de cuerpo atlético, ojos marrones bondadosos, y una sonrisa que paraliza latidos. A todo eso súmale una voz que compite con los mismos ángeles. Antes de conocerlo a través de aquella pantalla de centro comercial, jamás hubiese pensado en obsesionarme así con una estrella de la música. No es que esté loca, ni nada parecido. Quizás si preguntan a mi círculo más cercano, respondan que estoy como una regadera pero, ¿es que una no puede amar a su ídolo sin parecer paciente de un centro psiquiátrico?
Bueno, da igual. El caso es que hoy lo conozco. Me costó esta vida, y parte de la que viene, conseguir el meet and greet, pero lo tengo y es un hecho: voy a abrazar a Raúl Mendes en ocho horas, treinta y tres minutos y cinco segundos. Sigo buscando las botas. Debajo de la cama no están. Soy un desastre con patas.