Noto cómo las inocentes gotas de agua pronto se unen en litros y litros que caen sobre mi cuerpo de forma violenta. Una tormenta parte en dos el cielo de Barcelona. Es el aviso. Lo de antes ha sido un precalentamiento. Lo bueno, lo gordo, lo peligroso, se acerca; en cuestión de segundos veremos su verdadera cara.
Y aquí estoy yo. Escuchando a lo lejos los avisos de la naturaleza, empapada hasta los huesos, sin amago de querer moverme ni un centímetro de mi posición. Ni siquiera esta tormenta de agua helada es capaz de extinguir el fuego que devora mi cuerpo. Ardo, y no puedo ni quiero parar hasta convertirme en cenizas.
Pese a que hubiese seguido explorando cada centímetro de piel de Raúl bajo ese cielo amenazador, paro un segundo y observo. Aquello se estaba poniendo realmente feo.
- Está lloviendo muy fuerte. Será mejor que nos vayamos si queremos estar vivos mañana - grito, dado que la fuerza del temporal silencia mis palabras antes si quiera de abandonar mis labios.
-¡¿Qué?! - responde él con gesto de que no ha comprendido ni una sílaba de lo que he dicho.
- Debemos irnos. ¡Ya! - zanjo unilateralmente la conversación.
Me levanto con mucha fuerza de voluntad (¿quién en su sano juicio abandonaría ese abrazo caliente?) y alargo mi mano para que él tome ejemplo.
Un nuevo relámpago aún más iracundo lanza el ultimátum. Abandonamos el lugar con la presura de quienes son perseguidos por el mismísimo diablo. Atrás dejo el lugar que ha sido testigo de mi primer beso con Raúl. Lo que antes dejaba ver a una Barcelona iluminada en miniatura, ahora se viste de un grotesco mirador donde ser partícipe de la ira de la naturaleza.
A mí, no obstante, en esos momentos, me parece el sitio más bello del planeta...