Un relámpago colérico abre claridad en el horizonte negro. El estruendo es ensordecedor, pero yo no oigo nada. Tengo a Raúl a tan solo un palmo de mi cara. Noto su respiración, acelerada como la mía. Las pupilas se dilatan. Siento que las fuerzas se desvanecen a cada gota de lluvia que se quiebra contra mi silueta. Estoy empapada sí, aunque a punto de arder.
Raúl agarra mi cintura y elimina de un golpe seco los pocos milímetros que separan nuestros cuerpos. Él, 10 o 15 centímetros más alto que yo, agacha la cabeza. Yo impulso mis pies para estar a su altura. Su boca se acerca lentamente a la mía. Noto su calidez. Mientras nuestros labios comienzan a conocerse, su mano recorre mi cuello. Se me eriza la piel...
- Lia, ¿estás bien? - pregunta extrañado Raúl.
Me lo he imaginado. ¡Todo! No puede ser. ¿Cuánto tiempo he estado delante de él parada como una estúpida? ¿Habré puesto boca de pez mientras lo miraba? Dios, ¡qué vergüenza! Intento recomponerme, pero mi cara es un cuadro.
- Perdona, estaba mirando el relámpago. ¡Qué fuerza de la naturaleza!- respondo mientras intento controlar la ansiedad que me consume por dentro.
- Que te parece si vamos a refugiarnos a algún lado. Como sigamos aquí, vamos a pillar una buena - me propone.
- Estupendo. Conozco un lugar donde tomar algo caliente - concluyo.
- Perfecto. ¿Pues vamos, no? - y me alarga su mano.