No puedo evitarlo. Deseo que me bese. Sé que no debo. Que se marchará en un par de días. Que no volveré a verlo y me quedaré rota de dolor por su marcha. Tengo muy presente que en dos, tres meses a lo sumo, no recordará ni cómo me llamo. Lo sé, pero necesito hacerlo. Tengo que dejar escapar todo aquello que me pide a gritos que lo libere.
Como si me hubiese leído el pensamiento, Raúl gira la cabeza y se queda mirándome, fijamente. Esta vez no le bajo la mirada, se la mantengo. Me sonríe. Acerca su cara a la mía y, como dos polos opuestos que se atraen, nuestros labios sellan el momento. Noto como todo mi cuerpo se eriza con el roce de su boca. Sus manos comienzan a recorrer mi espalda lentamente, como si tuviesen miedo a tocar algo que no debiera. Yo juego con su pelo.
Pierdo la noción del tiempo. ¿Un minuto? ¿Dos? ¿Diez? No lo sé, lo único que tengo claro es que no quiero que pare. Caemos al suelo. Noto como parte de su abdomen roza con el mío. Su aliento impregna cada poro de mi piel. Respondo aumentando la intensidad del beso. Como si hubiese sido poseída por una presencia, mi mente deja de controlar mis acciones. Ahora son mis instintos más primarios los que llevan el control de mis movimientos y son ellos los que deciden empujar a Raúl y subirse a él a horcajadas.
Comienzo a acariciar su cuello con mis labios. Sus lunares se convierten en el objeto de mi deseo. ¡Oh, cuánto los he deseado! Él sigue el ejemplo y empieza a hacer lo propio con el mío. Me excito. Todo mi cuerpo tiembla...
Y empieza a llover como si el fin del mundo estuviese cerca.