Introducción, parte 1

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La primera vez que vio un dragón, Drake tenía cinco años.

Aquel día estaba nublado, pero eso no había impedido que el pueblo organizara una pequeña fiesta para celebrar la abundante cosecha de ese año, que les había permitido, por fin, superar la intensa pobreza que había asolado la región durante tanto tiempo. Todos los habitantes de aquel pequeño poblado habían esperado demasiado tiempo por buenas noticias, tras largos años de mala suerte por culpa de las inclemencias del clima. Esto les había obligado a racionar la comida y el agua, hasta el punto de no tener nada que llevarse a la boca durante días; pero por fin había pasado el mal tiempo, las nubes de tormenta se habían retirado y los pueblerinos podían volver a disfrutar del sol y el calor.

Habían organizado un festival donde poder intercambiar los excedentes de la cosecha y, por qué no, hacía demasiado tiempo que no se divertían un poco. Por esa razón, la alcaldesa de la población había reunido algo del dinero sobrante, con el que pudieron contratar los servicios de los Jinetes de Dragón para entretener a la gente, que nunca habían tenido la oportunidad de ver a uno de esos gigantescos y misteriosos reptiles con sus propios ojos. Dragones de todos los colores imaginables, junto con sus Jinetes impecablemente vestidos con los colores de la bandera nacional de Sothia, entretenían a la gente por medio de piruetas y giros imposibles para aquellos que no poseyeran un par de alas en la espalda.

A Drake sus padres le habían dejado junto a los otros niños de su edad, que contemplaban el espectáculo entre gritos de regocijo. El niño pelirrojo, que se encontraba sentado algo apartado de los demás chiquillos, jugaba con sus dragones de plástico, alineándolos y desalineándolos como si fueran soldados en un ejército, echando miradas fugaces a la demostración de los Jinetes. Le encantaban los dragones, pero los colores, las luces intensas y los sonidos fuertes le abrumaban, así que de vez en cuando tenía que retirarse a su pequeño mundo silencioso. Sin embargo, y en su opinión, aquellos reptiles alados de colores eran lo mejor que había visto en su corta vida, incluso superando a los extraños seres que, muy de vez en cuando, visitaban su aldea. Elfos, enanos, centauros o incluso ángeles, ninguno podía eclipsar la emoción que le producían los dragones.

En aquella época, pocas personas podían presumir de haber visto un dragón con sus propios ojos; ya que estos, junto con sus misteriosos Jinetes, se encerraban en aquella Academia situada en los límites de la frontera entre Sothia y el recóndito país elfo, con su extraña tecnología y sus costumbres, tan diferentes a las humanas que preferían evitarlas en la medida de lo posible. Sólo cuando completaban su formación, que duraba como mínimo dos años, se les permitía visitar a sus familias durante un breve período de tiempo, antes de viajar a la capital, Plycia, para unirse a las filas del ejército, con el único objetivo de proteger el país de las garras de magos tenebrosos y criaturas malignas, como demonios o monstruos.

Justo cuando el espectáculo iba por la mejor parte, Drake sintió cómo alguien le daba un golpecito en el hombro. El pequeño estaba acostumbrado a recibir continuamente golpes, zancadillas o patadas, pero siempre reconocería el golpeteo repetido del dedo de su hermana en la espalda, que le indicaba que alguien le estaba llamando. Habían ideado ese sistema años atrás, cuando sus padres se habían dado cuenta de que Drake solía ignorar; no deliberadamente, por supuesto, la llamada de un miembro de la familia. Dándose la vuelta, le dedicó una rápida sonrisa a Lilith, su hermana mayor, quien le devolvió el gesto.

Llegó corriendo al puesto de verduras de sus padres, donde rápidamente se dio cuenta de que había problemas. Era la señora Denvers otra vez, gritándole enfurecida a su padre con una zanahoria de aspecto mustio en la mano. En cuanto Drake se acercó, la expresión de su vecina cambió a la de quien acaba de morder un limón, tiró la apaleada zanahoria al suelo, la pisoteó dos veces y le dirigió un puntapié que la llenó de tierra. Para terminar, fulminó con la mirada al niño pelirrojo y se largó soltando algunos improperios, que Drake no pudo oír porque su padre le cubrió las orejas con las manos. Molesto por el toque, se revolvió entre sus manos. Su padre le soltó finalmente e, ignorando la mala cara de su hijo, le dijo con tono amable:

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