Capítulo IV: La abuela karateca cocina galletas de la muerte

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Cuando Drake y los demás llegaron a su destino, ya era de noche.

La Academia estaba situada en medio de un valle entre montañas, por lo que, atravesando un túnel oscuro y estrecho, pasaron a través de la cordillera y obtuvieron la primera vista completa de lo que sería su hogar durante los próximos dos años.

No era como se lo había esperado. Cuando la gente habla de una fortaleza inexpugnable, todo el mundo se espera una especie de castillo medieval, rodeado de fosos, murallas y torres.

La verdad era que ni siquiera había un edificio principal. Había murallas, sí, pero eran más como... gigantescos anillos de metal, uno dentro del otro, que constituían toda la estructura. En el anillo exterior, que era tan alto como un dragón milenario, había seis torres. Estas torres contaban con muchas ventanas y balcones desde las que se asomaban personas, pero estaban demasiado lejos como para poder distinguir algo más. Parecía que... saludaran.

Pasaron por una gigantesca puerta de metal, que se cerró a su paso. Bajaron del autobús y recogieron sus maletas, siendo conducidos por los guardias a una especie de recepción, que consistía solamente en una única mesa de madera, encima de la cual se hallaba sentada una anciana humana de pelo blanco y cara arrugada. A pesar de su aspecto frágil, había en sus ojos una mirada calculadora que retaba a quien la mirase a enfrentarse a una derrota asegurada.

La mujer sonrió, con unos dientes blancos como perlas. Cuando habló, lo hizo con una voz dulce y entusiasta:

—¡Buenas noches a todos, y bienvenidos a la Academia! —Miró a su alrededor, buscando algo entre las caras de aburrimiento y cansancio—. Soy la directora Ellen Griffin-

Alguien de la parte de atrás del grupo se rió. Fue un sonido claro, como el tintineo de una campanilla en el silencio de un castillo abandonado. La directora dejó de sonreír al instante, dejando de lado su fachada de dulce abuelita. Ahora parecía una serpiente venenosa a punto de atacar.

Se acercó al origen de la risa, un niño que parecía no darse cuenta de lo que acababa de hacer. Los estudiantes se apartaban a su paso, como súbditos en la corte real. Drake se inclinó para ver al responsable, un chico alto y de pelo negro revuelto, ojos marrón claro y postura orgullosa. Entre sus labios asomaba una sonrisa burlona, que se acentuó cuando la directora se situó delante de él.

Sin una palabra, Ellen Griffin agarró al niño por la oreja, arrastrándolo hacia el frente a una velocidad pasmosa. El chico se quejaba por su oreja, intentando soltarse, pero la anciana tenía un agarre de hierro. Cuando llegaron, le soltó y esperó a que se recuperara. Luego le preguntó:

—¿Qué es lo que le resulta tan gracioso, señor Wilde?

El niño palideció ante la mención de su nombre, pero levantó la barbilla y sonrió.

—¿No es algo vieja para ser soldado, directora? —la última palabra la dijo casi riéndose, mirándola desafiante a los ojos.

Entonces, sucedió algo increíble: la anciana agarró al chico de los hombros y lo empujó hacia atrás y, antes de que este pudiera recuperar el equilibrio, deslizó su pierna detrás de sus tobillos en una zancadilla que lo derribó y lo dejó tirado en el suelo. Antes de que nadie pudiera parpadear, sacó un cuchillo largo de alguna parte y lo presionó contra el cuello del niño, que parecía desconcertado y asustado.

—¡Esto es la Academia! —su voz retumbó por la sala—. Hasta ahora se os ha tratado como a niños, pero desde el mismo instante en el que cruzasteis nuestras puertas, os convertisteis en soldados. Aquí no toleraremos faltas de respeto, ni a los alumnos ni, especialmente, a los profesores. Actuaréis como soldados, y como a soldados se os tratará. ¿Queda claro?

Algunos murmuraron un "sí" algo apagado. La anciana frunció el ceño y repitió, amenazante:

—¿¡Queda claro!?

—¡Sí, directora! —Corearon todos.

Griffin sonrió, recuperando el aspecto de abuela que cocina galletas a sus nietos. Guardó el cuchillo y ayudó al niño a levantarse, devolviéndolo al fondo sin una palabra.

—Como veo que hemos comenzado con mal pie, volveré a empezar: ¡Bienvenidos a la Academia! Soy la directora Ellen Grifin, pero también seré  vuestra profesora de Estrategia de Batalla —miró a su alrededor, como retando a los niños a volver a reírse—. Ahora, sin embargo, no tenéis que preocuparos por las clases. Ha sido un largo viaje, y estaréis cansados y hambrientos.

El estómago de Drake rugió en acuerdo. No había comido nada desde el desayuno.

—Para ahorrar tiempo, cenaréis en vuestras habitaciones. Dichas habitaciones estarán ya ocupadas por otro alumno, que será vuestro compañero o compañera de cuarto durante el resto del curso. Recordad que la Academia alberga razas de todo el mundo, por lo que no os sorprendáis si vuestro compañero no es humano —la directora miró su reloj—. Ahora mismo son las ocho y media, por lo que tendréis tiempo de sobra para conoceros hasta que apaguemos las luces, a las diez en punto. Os levantaréis todos los días a las siete de la mañana, el desayuno empezará a las siete y diez y las clases a las ocho. No lleguéis tarde, o se os penalizará. ¡Hasta mañana!

Después del discurso, el general Kerr se puso al frente y anunció, en voz tan alta que Drake tuvo que taparse los oídos para ahogar el intenso ruido:

—¡Vuestras habitaciones están en el pasillo cinco! ¡En las puertas están escritos vuestro nombre y el de vuestro compañero; no se aceptarán cambios! ¡Está prohibido salir de vuestros cuartos por las noches, y tampoco podréis hablar cuando las luces estén apagadas! ¡Si incumplís alguna de estas normas, acabaréis como comida para los dragones!

Entonce, se dio la vuelta y ambos, directora y general, salieron del recibidor, dejando a los alumnos confundidos (y algunos con pitidos en los oídos por el grito).

Los guardias del autobús los condujeron por las puertas principales en una especie de recorrido guiado, pero sin guías. Atravesaron un pasillo, dos, tres... hasta llegar al quinto pasillo, que era tan largo y estrecho como una serpiente de cueva gigante. A ambos lados del pasillo había docenas de puertas, cada una con una placa de metal en la que se leía un número. Por alguna razón, los números parecían ir totalmente al azar: 0, 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55, 89, 144, 233...

Drake avanzó lentamente por el pasillo arrastrando ruidosamente su maleta y observando cuidadosamente los papeles en los que aparecían los nombres de los ocupantes de la habitación. En algunas puertas había dos nombres, en otras tres y en otras ninguna. Tampoco parecían seguir ningún orden aparente.

Por fin, llegó a la puerta número 4181, en la que había dos nombres escritos: Drake Aitken y Peter Grayhill, quien supuso que sería su compañero.

Respirando hondo, giró el pomo de la puerta y entró en la habitación.

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