A pesar de lo que muchas personas parecían pensar, Omega no era un animal salvaje. No era un ser irracional, una criatura que no podía controlar sus instintos. Era un dragón. Y punto.
Sin embargo, había ocasiones en las que, aun a su pesar, su rabia se convertía en otra cosa, en un instinto asesino comparable al de una vulgar bestia.
Como ahora.
No era que Omega nunca se hubiera cabreado, por supuesto que no. Pertenecía a una raza que era esclavizada a diario. Los dragones, a pesar de todo el bien que habían hecho al mundo, y especialmente a los hombres, eran tratados como alimañas. Peor que alimañas. Encerrados, silenciados, ignorados. ¿Que Omega estuviera enfadado por eso? Lo raro sería que no estuviera enfadado. Él vivía enfadado.
A pesar de eso, Omega no solía estar demasiado cabreado regularmente; no hasta el punto de poner a nadie en un peligro inmediato, por lo menos. Irritado, sí. Malhumorado, sí. Pero destructivamente enfadado, ¡claro que no! Omega no era un animal. No lo era.
Pocas cosas podían cabrear a un dragón hasta el punto de resultar peligroso. Raptar a su Jinete, desde luego, era una de ellas.
El día había comenzado decepcionantemente normal, por supuesto que sí. Omega se había pasado la mañana y buena parte de la tarde tumbado en su cueva, durmiendo tranquilamente. Su cueva, o como a él le gustaba llamarla, su celda, era lo que los hombres llamarían "austera" o, como el compañero de su Jinete había dicho, "tan interesante como mirar la pintura secarse". No, no era la cueva más bonita de todas las cuevas, pero era un lugar donde estaba seguro de que nadie le molestaría.
Menos los pensamientos de su Jinete, claro está.
Omega recordaba la primera vez que se había encontrado al niño en su cueva (había sido hace tres meses ya, pero Omega lo recordaba como si hubiera sido el día anterior), observándolo con una mirada algo ausente, algo preocupada, algo indecisa, como la de un niño perdido que no está muy seguro de haber encontrado un amigo o un enemigo. No había miedo en esa mirada, sin embargo, sino una especie de reconocimiento desconcertante. Y entonces Omega había sentido su poder, el Vínculo, que aunque dormido, destilaba tanto potencial sin desbloquear que Omega no había sabido cómo reaccionar. Era como estar en la época de los Antiguos Jinetes de nuevo, tener una voz que finalmente alguien pudiera oír... Casi había olvidado lo que era ser escuchado, ser tenido en cuenta después de tantos años, tantos siglos. Lo había echado de menos, vaya que sí.
Se suponía que su tarea era enseñarle a usar su poder, pero la verdad era que Omega no tenía ni idea de cómo empezar siquiera. Nunca había hecho nada parecido. No estaba orgulloso de ello, pero la verdad era que ni siquiera lo había intentado. Ni siquiera había tratado de acercarse al niño; era un buen chaval, pero Omega no pensaba tocarlo ni con un palo. Los niños humanos le daban escalofríos. Además, sus pensamientos eran tan molestos.
Son las ocho y media, oyó que decía de repente. Omega no estaba muy seguro, pero creía que el chico había estado escribiendo una carta, o algo así, para su familia. Estaba contento de que por fin hubiera terminado; la verdad era que ya estaba empezando a cansarse de escucharle parloteando mentalmente sobre sus clases, sus amigos y todo eso. Dios, era demasiado viejo para esas cosas. Mis amigos esperan, es hora de cenar.
Noooooo. El comedor es ruidoso, no quiero estar allí.
Mejor ir a entrenar. Afuera se está bien.
Omega no creía que el niño supiera que él podía ver lo que pensaba. Quizás debería decírselo, reflexionó, a lo mejor así conseguiría que se callase. Pero de todas formas, era divertido conocer lo que pasaba por esa cabeza suya. Demonios, era como escuchar una historia en la radio.
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Omega
FantasyHace muchos años, tantos que es imposible recordar cuántos, había muchos Jinetes. Jinetes de dragones. Estos Jinetes poseían el Vínculo, un enlace divino con el que podían comunicarse con sus esbeltas y terribles bestias, un enlace tan fuerte que...