Capítulo XV: ¡Aaaaaah!

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El viaje fue muy tranquilo. Demasiado, quizás.

Drake no se movía. Seguía con los ojos cerrados, sin emitir un solo sonido. No parecía siquiera estar vivo.

Pero respiraba. Seguía respirando. Aún estaba vivo.

(Aún estaba vivo)

Cuando la dragona se posó en tierra firme por fin, Kira sacudió la cabeza, sorprendida. Se había quedado dormida con el movimiento rítmico de las alas de Krystal moviéndose arriba y abajo, arriba y abajo, arriba y abajo... Ni siquiera se había dado cuenta de que ya habían llegado.

Su destino era era una estructura cónica y escalonada, que recordaba vagamente al cuerno de un narval. El castillo de Plycia, rodeado por una muralla que ocultaba el jardín de miradas curiosas, era sencillamente magnífico. Los ladrillos de mármol blanco parecían brillar bajo la luz del amanecer, y fue así como Kira se dio cuenta de lo tarde que era ya; el sol comenzaba a asomar por encima de los edificios.

Tenía que darse prisa. Su padre debía estar esperándola.

Dirigió a la dragona hacia un roble enorme; era uno de los árboles más viejos del jardín, y era el favorito de Isaac. Isaac. Iba a recuperarlo, por fin. Después de tantos años... ¿Seguiría recordándola? Pues claro, dijo la voz positiva de su cabeza. Claro que no, inútil, dijo la voz negativa en su cabeza. Kira decidió ignorarlas a ambas. Ahora no tenía tiempo para discusiones internas.

El tronco del gigantesco roble estaba cubierto por innumerables nudos, ramitas y agujeros por toda su superficie. Sin embargo, su atención sólo se posó en uno de ellos. Una zona plana, disimulada con algo de hiedra y tierra, aproximadamente del tamaño de una mano humana. Demasiado alta para que alguien posara la mano ahí por error, y tan arriba que Kira tenía que ponerse de puntillas sobre los estribos de la silla para poder alcanzarla.

Sin dudarlo, Kira posó su palma en la placa. Estaba fría. Nada más tocarla, esta se iluminó, emitiendo un resplandor verde, que escaneó su mano en medio segundo. Entonces, sonó un pitido corto y agudo, y algo se deslizó detrás de ella.

No pudo evitar la sonrisa victoriosa que asomó por sus labios. Hacía demasiado tiempo que no pasaba por allí.

Aunque frío y oscuro, el pasillo traía una sensación de familiaridad reconfortante. En los viejos tiempos, cuando Isaac no estaba perdido y todos eran una familia completa, a Kira le encantaba jugar al escondite. A su padre no le gustaba, por supuesto (Los hombres no se esconden, Damián; ¿qué eres, una niña?), pero a Isaac no le importaba jugar con ella. Primero, ella se escondía mientras él contaba. Cuando la cuenta atrás terminaba, Isaac se giraba y fingía que no la veía escondida tras las cortinas, o debajo de la mesa. Finalmente, ella se cansaba de esperar y salía a buscarlo, y él pretendía asustarse al verla aparecer tras él. Por último, repetían hasta que se hartaban. Eran buenos tiempos, tiempos sencillos.

El sótano apenas había sufrido modificaciones desde la última vez que lo había visto. Algo oscuro, algo desordenado, algo sucio, y sin embargo tan familiar. La mesa de madera oscura seguía ahí, aún llena a rebosar de libros antiguos y polvorientos. Había una novedad, sin embargo. La vasija de barro, colocada con cuidado encima de la mesa, era nueva.

Bueno, no sabía si era una vasija; parecía era más como un bol de cereales hecho de arcilla, profusamente decorado y pintado hábilmente con infinidad de figuras de humanos, elfos, centauros... que parecían interactuar con otras criaturas, más grandes que las demás. Bajó de la dragona y la despidió con una palmadita. Al acercarse a la mesa y examinar la vasija más de cerca, sin embargo, observó que las criaturas más grandes, extranjeras en este mundo, le resultaban demasiado diferentes como para compararlas con cualquier otra criatura inteligente conocida. Físicamente parecían demonios, con esos cuernos, esas garras y esa piel rojiza que parecían sacados de una película de terror de serie B. Le dio un escalofrío al mirarlos, por alguna razón. Alargó la mano para tocarla...

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