Capítulo XIX: La persecución más rara de la historia

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Era muy de noche cuando Drake escuchó los ruidos.

Las pesadillas solían atosigarle noche sí y noche también, y por eso no solía dormir mucho. En la Academia, solía ocupar las interminables noches de insomnio con muchas, muchas tareas. No los deberes de clase (que también), sino con cosas como darles la cena a las crías de dragón, ayudar a Max, el bibliotecario, a recoger las estanterías o, incluso, leerles historias a los dragones veteranos. Al principio, los profesores de guardia le mandaban volver a la cama nada más verlo, pero poco a poco fueron acostumbrándose a su presencia. Hicieron una especie de trato: le dejaban vagar por ahí siempre y cuando volviera a la cama para dormir, por lo menos, cuatro horas al día (siete los fines de semana). Drake había aceptado a regañadientes, y así era como habían funcionado durante esos dos años y medio.

Por eso, su cuerpo no estaba muy acostumbrado a dormir. No era que no estuviera cansado (estaba agotado, pero esa no era la cuestión), sino que su cerebro... simplemente no le dejaba quedarse dormido. Y cuando finalmente lo hacía, tenía pesadillas. Eso, eso era peor que cualquier noche de insomnio.

Por eso estaba despierto. Y por eso había podido escuchar los ruidos.

Al principio, pensó que sólo era el viento, o algún tipo de insecto especialmente grande. Sin embargo, en cuanto escuchó el fuerte e inconfundible crac! de ramitas secas rompiéndose bajo un pie descuidado, le quedó claro que esa cosa no era un simple insecto.

Lentamente, tratando de no hacer ni el más mínimo ruido, alargó la mano y cogió un cuchillo pequeño. Se quedó así, de rodillas sobre la arena negra, preparado para levantarse si hacía falta. Durante unos segundos, su respiración acelerada era lo único que se oía por el oscuro oasis. Eso, y los ronquidos suaves de Peter, que dormía como un tronco a su lado.

Volvió a oír el sonido, esta vez un poco más cerca, lo que lo hizo ponerse en pie rápidamente. Esto pareció alejar a su acechador, por lo que se levantó y fue a investigar.

Drake caminó hacia el origen del sonido, sin bajar la guardia lo más mínimo. Sus ojos bicolores rastreaban el camino mientras esperaba. A qué, no estaba del todo seguro. Con los músculos en tensión y la sangre rugiendo dentro de sus venas, el muchacho pelirrojo apretó el agarre alrededor del áspero mango de su arma y esperó. Y esperó. Y...

Con un movimiento contundente, Drake apartó de un golpe un arbusto seco. Creía haber visto algo, el destello de un arma... Pero ahí no había nad- Espera. ¿Qué había sido eso?

Otro destello. Más cerca. Más cerca. Se giró bruscamente, con la mirada fija en el punto donde había visto el brillo. Se acercó, con el arma por delante. Esta vez, estaba decidido a no perderlo de vista.

Pero el puntito brillante no se movió. No se movió, se quedó donde estaba. Por eso, Drake fue imprudente, avanzó otro paso y metió el pie donde no debía.

Al principio, no notó nada raro. Se agachó y examinó el objeto, una especie de moneda metálica y muy pesada, con un extraño símbolo en el medio que refulgía con un singular centelleo fluorescente. Pintura de mineral luminiscente, decidió, guardándose el objeto en uno de los bolsillos de sus pantalones militares. Volvió a levantarse, sin prestar atención al tirón de una cuerda alrededor de su tobillo derecho.

Un segundo después, estaba colgando de un árbol con la cabeza hacia abajo y los pies hacia arriba. Genial. Había caído en la clásica trampa del lazo.

Drake se debatió, pero pronto se dio cuenta de que no podía moverse. Con el pulso acelerado y jadeando como si acabara de correr una maratón, se revolvió, se balanceó y arañó la cuerda que mantenía sus tobillos unidos, trató de desatarla, incluso intentó cortarla con los dientes. Nada funcionaba.

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