Capítulo XI: Los perros no molan nada

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La rutina de la Academia era sencilla y repetitiva, algo que Drake agradecía. Le gustaba tener el control de la situación, saber exactamente qué esperar en cada momento. Le daba una sensación de seguridad, de control. También le gustaba tener amigos por primera vez en su vida, aunque fueran tan extraños y en ocasiones tan locos como lo eran Amber, Peter y Omega. Por último, le gustaba tener algo que hacer, aunque ese algo fuera desplomarse en su cama cada noche con el dolor de los moratones y las heridas recordándole que debía mejorar, que no debía quedarse atrás.

Cada día, sin falta, enviaba una carta a casa, aunque a veces sus familiares le parecieran tan lejanos como lo había sido la Academia en su momento. Contó sus aventuras en la escuela, que aunque no fueran muchas, le despertaban el eufórico entusiasmo del que experimenta nuevas vivencias por primera vez. Describió los paisajes montañosos que veía cada mañana desde la ventana, tan hermosos que a veces quitaban el aliento. Narró los primeros encuentros con sus amigos como si de arriesgadas empresas se tratasen. Detalló el aspecto de Omega y las crías de dragón de los demás Jinetes, las cuales observaba de vez en cuando en las clases de vuelo para dragones que impartían Omega y los otros reptiles veteranos que todavía vivían en la Academia.

La respuesta de sus hermanos llegaba siempre uno o dos días después, con ánimos y curiosidad sobre todo lo que era nuevo y no conocían. De vez en cuando, la carta iba acompañada de un dibujo de Ethan, una fiambrera llena de galletas de Lilith o, en una ocasión, una caja-broma de Emma, junto con una disculpa de Nathan, quien siempre se excusaba con la coartada de "no me di cuenta".

Drake guardaba todos los regalos (menos las galletas, las cuales compartió con Amber y Peter) en la caja de zapatos que contenía todo lo que le recordaba a su hogar. Los miraba cuando se sentía triste o nostálgico, o cuando se sentía tan nervioso y angustiado que no podía hacer nada excepto esconderse bajo las mantas y gritar.

En resumen, la Academia no era perfecta, pero se acercaba lo suficiente a la perfección como para ignorar los problemas. La Academia, con sus cosas buenas y malas, no era ni de lejos un hogar, pero era como... una casa. Se suponía que debía ser un hogar; y aunque en ocasiones no lo era, tarde o temprano acabaría siéndolo. Era cuestión de tiempo.

La alarma de emergencias sonó un miércoles al azar, un día que no sería memorable de no ser por lo que sucedió después.

Ese día, una potente tormenta había provocado la cancelación de las lecciones de Armas y Combate Físico, así que lo último que esperaban los estudiantes era que sonara un pitido aleatorio en medio de Estrategia de Batalla, clase que impartía la directora Griffin.

Al escuchar la alarma, amortiguada por la distancia, pero clara y sonora como una campana, Ellen Griffin se levantó tan súbitamente de su asiento que parecía como si le hubieran pegado un calambre. Nunca nadie la había visto tan pálida ni tan asustada como en ese momento.

-Todos a la armería, ¡rápido! -su tono de urgencia alarmó a todos. ¿Qué podría haber pasado para que hasta la propia directora, la "bomba atómica" como la llamaban algunos, se asustara tanto? Nada bueno, seguro.

Los pasillos eran un caos. Los estudiantes corrían desesperados, la alarma sonaba como un pitido infernal por todas partes, los profesores gritaban instrucciones. Era tan caótico y ruidoso y confuso que Drake tuvo que detenerse un segundo y simplemente concentrarse en seguir respirando, porque todo era demasiado. Peter tiró de su brazo con urgencia.

-¡Vamos! ¡Tenemos que irnos!

Eso ayudó, en parte, a sacar a Drake de su propia cabeza. No podía quedarse colgado, no ahora.

La armería, afortunadamente, estaba algo más organizada. A medida que llegaban los niños, empapados y sin aliento por culpa de la tormenta, eran colocados en filas según su curso. A un lado los de primer año, a otro los de segundo, a otro los de tercero. En orden, según su nivel.

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