Capítulo XXI: Una serie de catastróficas desdichas

214 23 1
                                    

La vida de Gemma Rho no estaba llendo según lo esperado.

Primero, sus padres se habían divorciado. Adiós a la familia feliz que ella habría dado por supuesto dos años atrás.

Segundo, el estrepitoso fracaso de sus estudios había generado varios; no, muchos problemas mentales y emocionales, como ansiedad y abandono escolar. Eso por sí solo no habría sido tan malo, si no hubiera sido por la crisis que había azotado Plycia hacía muy poco. Oficialmente, era una desempleada sin techo en una de las ciudades más grandes del país.

Tercero, la gente seguía robándole el poco dinero que conseguía recaudar.

—¡Oye! —exclamó al presenciar, por cuarta vez en el día, cómo un hombre metía la mano en el sombrero destrozado donde guardaba sus ganancias.

—¡Mejor suerte la próxima vez, preciosa!

Murmurando para sí y agachándose para recoger el poco dinero que le quedaba, Gemma decidió tomarse un pequeño descanso. Al fin y al cabo, llevaba casi tres horas tocando el violín sin interrupción, y sus dedos dolían demasiado para seguir de todas formas.

Contó mentalmente sus ganancias, dejó el violín en una caja en el pequeño callejón donde dormía de vez en cuando y se encaminó hacia el parque. Estaba casi vacío, pero Gemma no pudo evitar mirar a su alrededor nerviosamente, buscando posibles amenazas. Sólo había dos personas allí.

La primera, la más pequeña de todas, era un niño pelirrojo. Debía tener unos quince o dieciséis años, y con sus cascos de aislamiento acústico y su sudadera gris demasiado grande, no parecía una amenaza en absoluto. Era la otra persona por la que debería preocuparse.

No era demasiado grande y tampoco era musculoso, pero a Gemma no le gustó un pelo. Parecía normal, paseando a su perro tranquilamente, pero había mirado a Gemma cuando había entrado en el parque con una mirada casi depredadora. Ahora no le quitaba el ojo de encima. A Gemma le daba muy mala espina, pero ignoró la sensación lo mejor que pudo. Tenía hambre.

La mujer del puesto de comida ambulante la saludó al acercarse, y Gemma le devolvió el gesto, incómoda. Se gastó todo su dinero en un perrito caliente con mayonesa, pero rechazó la oferta de la mujer de patatas fritas como acompañamiento. Ignoró sus insistencias sin dar explicaciones. No podía  permitírselo, y ella no tenía por qué saberlo.

Aunque no era culpa suya, claro. Ella sólo quería ganar algo de dinero extra, igual que Gemma...

—Hola, señorita. ¿Qué hace por aquí tan sola? —El hombre extraño estaba parado frente a ella, cortándole el paso—. No se preocupe; yo la acompañaré. Son tiempos peligrosos, no es seguro ir por ahí sin un amigo de confianza.

El perro gruñó y le enseñó los dientes. Gemma retrocedió un paso, sintiendo su corazón bombeando a un millón de kilómetros por hora. Miró a la mujer de los perritos, que los observaba de reojo sin intención de intervenir. El niño de los auriculares miraba el cielo, sin percatarse de lo que sucedía a su alrededor. Estaba sola.

—No hace falta, gracias. Mi padre me estará esperando, le dije que volvería pronto a casa —Mientras hablaba, Gemma trató de llamar la atención del niño. Se metió una mano en el bolsillo y sacó su encendedor de plata.

El hombre, afortunadamente, no lo notó. Ignorando las protestas de la mujer, le pasó un brazo por los hombros. Gemma se tensó, lista para gritar.

—Ni se te ocurra hacer nada raro, Gemma Rho —La mencionada alzó la cabeza, sorprendida y cada vez más asustada—. ¿Sorprendida? Sé que tu padre no te está esperando en casa, Gemma. Se mudó hace unas semanas, ¿no? De hecho, nadie te estará esperando en casa a estas horas, porque ni siquiera tienes casa.

OmegaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora