Capítulo I: Si la vida te da limones...

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La mañana de Drake comenzó con unos gritos ensordecedores.

Drake gruñó y se cubrió la cabeza con la almohada, tratando de minimizar el ruido. Sin embargo, pronto tuvo que rendirse ante la inevitable certeza de que el día había comenzado.

Abrió los ojos, parpadeando a causa de la intensa luz, que le hacía daño en los ojos y le daba dolor de cabeza. ¿Quién abría la persiana tan temprano por la mañana? Con los ojos entrecerrados, vislumbró dos formas que se movían por la habitación; probablemente, el origen del ruido.

Cuando finalmente su vista se aclaró, distinguió dos personas que corrían en círculos por el cuarto; el niño, de unos quince años, perseguía a la niña, de la misma edad y un aspecto similar. Drake soltó un suspiro interno al ver a los mellizos peleando otra vez, pues sabía que le tocaría a él separarlos y arreglar el desastre. Porque lo cierto era que, si no actuaba rápido, sabía que la pelea pasaría pronto a las manos. Emma, riendo como enloquecida, corría delante de su hermano, quien intentaba alcanzarla desesperadamente, tropezando por el camino con camas, armarios y todo lo que se cruzara en su camino. De vez en cuando, su hermana gritaba algún insulto ingenioso, a lo que Nathan respondía con otro insulto. Todo esto resultaría extraño para el observador casual, pero ese tipo de cosas pasaban varias veces a la semana en su familia.

—¡Eres tan tonto que saltas muros de cristal para ver lo que hay detrás!

—¿Ah, sí? Pues tú... ¡Eres tan fea que haces llorar a las cebollas!

—¡Tu madre es tan gorda que... se cae de la cama por los dos lados!

—¡También es tu madre, imbécil!  —Nathan se estaba cansando, y Drake sabía que solo le quedaban un par de segundos para detenerlo todo. Cosas terribles pasarían si no lo hacía.

—¡Callaos ya, los dos! —Gritó lo más alto que pudo. Los mellizos se detuvieron y lo miraron—.¿Qué os pasa? Esperad, no me lo digáis. Emma, devuélveselas a tu hermano. Y no te hagas la despistada, sé que las tienes.

La mencionada esbozó una sonrisa traviesa, pero, sorprendentemente, obedeció. Fue hasta la estantería de madera, en una esquina de la habitación y, con la agilidad de un mono salvaje, se encaramó a ella, sacando del estante más alto una caja. Bajó de un salto y, con exasperante lentitud, la abrió y sacó unas gafas azules. Su mellizo, Nathan, jadeó y colocó una mano sobre su corazón, con una expresión de falsa sorpresa en la cara.

—¡Traidora! ¡Sabía que las tenías tú!

Se las arrebató y salió corriendo escaleras abajo, gritando: ¡Mamáaaaaaa! ¡Adivina quéeeee! Su melliza salió disparada también, murmurando algo sobre asesinar hermanos desagradecidos.

Su hermano pequeño resopló mientras trataba de pasar su cabeza por el cuello de la áspera camiseta que intentaba ponerse. Mientras luchaba contra la prenda, escuchó una vocecita que decía, tímidamente:

—¿Necesitas ayuda?

—No hace... ¡falta! —jadeó, mientras terminaba de vestirse.

Se encaró para enfrentar a Ethan, su hermanito de 6 años. Tenía cara de dormido y el pelo cobrizo revuelto, como si acabara de levantarse, pero Drake sabía que ese era su aspecto durante buena parte del día, a pesar de los esfuerzos de sus padres por adecentarlo.

—Mamá dice que vayas a desayunar —Y salió corriendo, sin darle tiempo a contestar.

Otra vez solo, Drake se tomó un tiempo para peinar sus largos rizos pelirrojos con la mano frente al espejo apoyado contra la pared y alisar su ropa, a pesar de que no estaba arrugada.

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