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Lena.

Perdí la cuenta de cuántas veces tuve que detenerme a un lado de la carretera ya que mis estúpidas lágrimas me impedían ver cada diez minutos.

No fue hasta que me di cuenta que estaba conduciendo en círculos a lo imbécil que tomé la decisión de irme a casa de mi madre.

Tenía cosas más importantes en mente que toparme con mi madre, o con su asqueroso e inútil cónyuge.

Estacioné el auto en el lugar donde usualmente Robert parqueaba el suyo. Era mi casa. No tenía razón por la cual guardarle el estúpido lugar.
Además, si lograba molestarlo, sería incluso más satisfactorio.

Supuse que no estaba en casa. Gracias al cielo. Primera y única cosa que salía bien en el día.

Me miré una última vez en el retrovisor, limpiando el maquillaje que se había corrido debajo de mis ojos.

Estaba hecha un despojo.

Bajé del auto y caminé hasta el porche.
Recordé que no había tomado las llaves de la puerta. Ni siquiera tenía claro a donde iría y la última opción que cruzó mi mente fue ir a esa casa.

Me di un golpe mental. La idea era entrar sin que nadie se diera cuenta hasta que yo quisiera que lo hicieran.

Ahora tendría que tocar la maldita puerta.

Oh no...,

Si no recordaba mal, siempre la dejaban abierta hasta que se iban a acostar.

Además, era mi propia maldita casa.

No tenía que tocar.

Giré la perilla mientras un nudo se formaba en mi garganta. Como no estuviera abierto, se me habrían acabado las opciones y tendría que volver al departamento.
Y eso ni de loca.

Pero irónicamente la suerte decidió ponerse de mi lado por un maldito segundo, y la puerta se abrió.

Al entrar, esperé unos cuantos segundos a que alguien viniera la sala. Pero nadie lo hizo.
La casa estaba desierta.
Al menos el piso de abajo.

Busqué por todos lados para cerciorarme que realmente no había nadie, hasta que escuché un ruido que llamó mi atención en el piso de arriba.

Subí las escaleras intentando no hacer el más mínimo sonido. Si había alguien, no quería que me escucharan.

Pero cuando me di cuenta que todo ese ruido provenía de mi habitación, la cosa cambió.

Mi cuarto no lo tocaba nadie más que yo. Esa fue la única condición que le había puesto a mi madre el día que me fui.

Pegué mi oreja a la puerta para poner atención a lo que estaba pasando dentro.

Al darme cuenta que lo que escuchaba eran jadeos y gemidos, sentí como el estómago se me revolvía. Sentí náuseas y estuve a punto de vomitar.

Pero mi enojo era más grande que eso.

Abrí la puerta poco a poco, y caminé los pocos pasos que quedaban hasta estar frente a la cama. Entonces pude ver bien de quién se trataba.

—¿Kyle? -Dije tomándolos por sorpresa. Se detuvieron y se taparon como pudieron.

—Lena...,

—¿Qué demonios haces aquí? -Le interrumpió Rebeca.

Ambos estaban sobresaltados y más rojos que un tomate.

In love with the fuckboy Donde viven las historias. Descúbrelo ahora