11. Sin sentimientos

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  Me desperté adolorida y con mucho frío. Observé el bosque siniestro y me di cuenta que ya estaba amaneciendo porque había un poco más de claridad; apenas podía moverme y mi frente estaba sangrando, mi cabello estaba lleno de hojas secas y mis piernas estaban cubiertas de tierra.

Tenía aspecto fantasmal igual que los niños y de no haber escuchado el latido acelerado de mi corazón, habría pensado que estaba muerta.
Intenté ponerme de pie, pero lo único que logré fue sentarme, reposé mi espalda sobre un árbol y traté de normalizar mi respiración, pero no pude hacerlo porque estaba congelándome, en realidad no recordaba que fuera la noche más fría del año, pero era Rushville, el viejo pueblo que se caracterizaba por estar frío y nublado la mayor parte del año, además solo llevaba un vestido rasgado que no me cubría nada; intenté ponerme de pie nuevamente y empecé a caminar lentamente.

  Sentía que mi alma abandonaba mi cuerpo con cada paso que daba y el sonido de mi respiración agitada me asustaba más; seguí caminando y a lo lejos pude ver una vieja cabaña con la chimenea aún encendida porque salía humo de ella. No sabía si era la cabaña de Sebastián, pero eso no impidió que intentara apresurar el paso para llegar hasta ahí.

  Cada paso era demasiado pesado y mi mente me hacía creer que la cabaña estaba muy lejos y de esa forma mi inquietud crecía más y la sensación de muerte era más intensa.

  Golpeé la puerta con toda la fuerza que tenía y esperé a que alguien abriera, pero nadie salió, así que volví a golpear con fuerza y cuando Sebastián abrió la puerta, me desplomé en sus brazos.

—¿Elizabeth? ¿Qué te sucedió? Te estás congelando.

  No respondí y supongo que él comprendió porque pude sentir sus brazos alrededor de mi cuerpo y su cálida respiración sobre mi mejilla izquierda; me llevó hasta su habitación y me dejó sobre su cama y luego se marchó a la cocina, no podía observar con claridad la habitación, pero me di cuenta que ésta era grande y tenía dos puertas cerradas, probablemente era el baño y algún armario extraño.

  Regresó con un poco de agua caliente y vendas. Él no llevaba camiseta, pude notarlo mientras se arrodillaba frente a mí; empezó a limpiar las heridas que habían en mis piernas, primero limpió mis pies y mis rodillas, pero se detuvo un instante antes de empezar a limpiar mis muslos. Me miró un segundo y luego continuó, ni siquiera me importaba que un extraño estuviera tocando mis muslos, ya que estaba a punto de desmayarme y no estaba muy pendiente de lo que sucedía.

—Te voy a quitar lo que queda de tú vestido— dijo en un murmullo. Asentí lentamente y él se apresuró a bajar la cremallera de mi vestido que ya no era blanco, sino negro con sangre aún más negra. Me bajó el vestido hasta los hombros y luego me puso una sudadera que seguramente me quedaría muy grande; a medida que bajaba alguna parte del vestido, la sudadera me cubría para que él no pudiera mirarme y eso hizo que no me preocupara tanto.

—No puedo vendarte las heridas porque no soy doctor, pero puedo dejarte en el hospital— me miró fijamente y yo solo negué con la cabeza.

—Si… me dejas en el hospital todos… creerán que estoy loca porque últimamente termino en el hospital cuando hay una desaparición o un asesinato.

  Apreté su mano y él solo asintió lentamente, aunque no parecía muy convencido; me tomó el pulso y negó con la cabeza lentamente mientras me miraba. Me cubrió con algunas sábanas y me quedé sentada en la orilla de la cama pensando que iba a mejorar sin tener que ir al hospital, gran error de mi parte.

  Lo observé mientras caminaba en su habitación y noté que tenía una cicatriz enorme que cruzaba su espalda y me pregunté que le había sucedido, pero no fui capaz de formular la pregunta en voz alta porque estaba muy mal.

Rushville ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora