Miguel ( I )

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El concurso sigue el formato usual: primero las bandas, luego los coros, y al final los solistas.

Los bastidores están repletos. A falta de muebles, los coros se sientan en el piso alfombrado en círculos o contra las paredes, esperando su turno de salir al escenario. Es aburrido, y Miguel se muere de hambre y nervios. Sus compañeros le aprietan el hombro, dan codazos amistosos, y le dedican sonrisas.

Alrededor suyo, los coros deslizan ponchos de tela fina sobre sus cabezas, amarran pañoletas alrededor de sus cuellos y se aplastan unos a otros el pelo. Inician el pequeño ritual antes de salir al escenario. Miguel es el único que no lleva poncho. Sus compañeros ya han acomodado sus ponchos color azul grisáceo con líneas blancas alrededor del cuello. Miguel se siente extraño sentado entre ellos, con el polo blanco del colegio y en jean.

Esta listo. Tiene que estarlo después de practicar tanto. No se cansa de responder que está bien cuando sus compañeros le preguntan si está nervioso. Mira a su alrededor de rato en rato, buscando a Martin entre los grupos de coros que conversan entre ellos. No lo ha visto desde que llegó. En algún lugar de la sala, uno de los coros juega a calibrar sus voces, subiendo la escalera de notas con increíble parsimonia.

La voz de Martin es clara y fuerte. Miguel sabe que impresionara a los jueces del concurso. No le preocupa mucho esa parte. Tampoco le preocupa tener un ataque de nervios en frente del jurado y el público; lleva años en el coro, y no es de sentir pánico escénico de todas formas. No hay manera de que las cosas vayan a salir mal. Martin esta listo, y Miguel está listo y lo sabe. Después de practicar la misma canción por tanto tiempo, simplemente sería cosa del diablo que algo arruinara todo.

Pero aún con eso en mente, le espanta sentir como un escalofrío lo recorre cuando llaman a los coros y--después de que sus compañeros le deseen buena suerte y regalen palmadas amistosas en la espalda--se queda solo en esa pequeña sala. El silencio lo agobia, y termina por sentarse contra una pared y sacar su celular.

Lee las conversaciones, sin mucho más que hacer, deteniéndose para fruncir el ceño cuando nota que Manuel nunca respondió el mensaje que le mandó preguntándole si iba a ir esa noche a la presentación. No le sorprende. Pero sí le molesta.

Desde el momento en que Manuel le dijo que fue a ver a Martín, Miguel entendió que Manuel no lo iba a perdonar. No importa cuanto le diga que lo siente, que lo ama, y que no lo volverá a hacer, Manuel nunca se va a olvidar y dejar de mirarlo con reproche. Es rencoroso, Miguel ya sabía eso.

Entiende que es su culpa. Y sin embargo no puede evitar sentirse como un tonto.

Se remueve incómodo y termina cerrando la conversación antes de pasarse a revisar si Martín ha respondido el último mensaje que le mandó. Nada. Últimamente nadie le habla. Es como si el universo entero estuviera confabulado para castigarlo por todos los errores que ha cometido en su vida.

Incluso sus padres.

Últimamente su padre le lanza miradas mordaces y su mamá apenas abre la boca para pedirle que ayude en la casa. Le da muy mala espina la manera en que lo mira su padre; con los ojos vacíos, y una mueca de insatisfacción. Y los comentarios que hace.... Es como si estuviera deseando ahorcarlo o explotarle los sesos con la mirada.

El mundo simplemente parece haber perdido la cabeza.

El celular vibra en sus manos y Miguel se apresura a contestar. Bendito sea Francisco por ser de aquellos pocos que no andan por ahí pretendiendo que Miguel no existe.

-Hola, Fran ¿Qué tal estuvo la banda?

Francisco toca la trompeta. No tan bien como desearía, pero lo suficientemente bien para ser parte de la banda del colegio.

Escucha a Francisco refunfuñar, en el fondo se oye el eco de varias palmas.
-Nos acaban de patear el trasero, y me muero de hambre.

Miguel sonríe, ahogando una risa mientras juguetea con los cordones de sus zapatillas de tenis.

-¿Ya suben los coros?

-Dentro de un rato. Ya están en camino.

-¿No tienes nervios?

-Nah....- Miguel se rasca la cabeza, tanteando una pregunta en su cabeza. Termina aclarándose la voz y preguntando de todos modos. -Oye... ¿has visto a...?

-Creo,- responde Francisco. -Es difícil distinguir a la gente cuando estás parado justo debajo del reflector. Sudaba como puerco y me estaba quedando ciego.

No Me CantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora