IX

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23 de Julio
El vigilante responsable de mi custodia me condujo al Hospital Mental, donde fui inscrita, catalogada, interrogada y todo lo demás, excepto tomarme las huellas digitales. Luego me llevaron al despacho del psiquiatra, el cual me habló durante mucho tiempo, pero yo no tenía nada que contarle. Ni siquiera me sentía capaz de pensar. Todo lo que rondaba por mi mente era la idea de que estaba asustada, absolutamente aterrada. Después me bajaron a una sala vieja, apestosa, fea y oscura, de paredes despostilladas, con una puerta cerrada que, una vez dentro, de nuevo se cerró tras de mí. Mi corazón daba tales brincos que por un instante creí que iba a estallar y salpicar todo el recinto. Oía sus latidos y apenas lograba dar un paso.
Seguimos por un sombrío e interminable pasillo y de paso eché un vistazo a algunas de las personas que hay aquí. Ahora sé que no es éste mi sitio. No puedo expresar lo que se siente en un mundo de locos, todo un universo repleto de dementes, por fuera y por dentro. Este no es mi sitio, pero aquí estoy. ¡Qué locura!, ¿verdad? Ya ves, querido amigo, mi único amigo, no hay adónde ir porque todo el mundo está loco.

24 de Julio
La noche ha sido interminable. Aquí podría ocurrir cualquier cosa y nadie llegaría a saberlo.

25 de Julio
Esta mañana me despertaron a las seis y media para el desayuno. No pude probar bocado, tiritaba aún y tenía los ojos legañosos. Me condujeron a una oscura sala de gran puerta metálica que tiene una ventana con barrotes de hierro. Metieron la llave en un candado enorme y cruzamos al otro lado. Se oyó de nuevo el chirriar de la llave para cerrar. Los enfermeros de turno hablaban mucho, pero no podía oírles. Tengo los oídos obstruidos, probablemente a causa del miedo. Después me llevaron al centro juvenil, situado a dos edilicios de distancia. Nos cruzamos con dos hombres babosos que recogían hojarasca acompañados de un enfermero.
En el centro juvenil había cincuenta, sesenta o tal vez setenta muchachos y muchachas, moviéndose por ahí, preparándose para ir a clase o a lo que fuera. Todos parecían normales menos una muchacha enorme que debe de tener mi edad, aunque es varios centímetros más alta y, por lo menos, con veinte kilos más. Estaba sentada con las piernas abiertas, como una estúpida, bajo una máquina de juego en la sala diurna, en la cual se encontraba además un adolescente que movía la cabeza incesantemente y farfullaba como un idiota.
Sonó un timbre y salieron todos menos los dos idiotas. A mí me dejaron con ellos en la sala. Por fin entró una dama muy gorda -la enfermera del colegio- para decirme que si deseaba tener el privilegio de asistir a las clases debería ver al doctor Miller y comprometerme por escrito a vivir conforme al reglamento y disposiciones del centro juvenil. Dije que estaba dispuesta a firmar el compromiso, pero no encontramos al doctor Miller y tuve que pasar el resto de la mañana en la sala diurna, contemplando a los dos idiotas, el uno durmiendo y el otro brincando. Me pregunté qué impresión les causaría yo a ellos, con mi rostro no curado del todo y mi pelo como rastrojo.
En el curso de la interminable mañana sonaron timbres y entró y salió mucha gente. Sobre una mesita redonda había un montón de revistas, pero ni siquiera pude leerlas. Mi cerebro corría veloz y sin tino.
A las once y media, Mary, la enfermera, me mostró el comedor. Por doquier se movían muchachos y muchachas, y ninguno parecía lo suficientemente loco para ser internado aquí, pero debían de estarlo todos. La comida consistió en macarrones y queso con un poco de embutido y judías verdes en conserva. Como postre una especie de pudding tan inconsistente que parecía argamasa líquida. Intentar comerlo era perder el tiempo. No podía ni tragar mi saliva.
Muchos de los muchachos y muchachas se reían y bromeaban, y es evidente que confían tanto en sus maestros, practicantes y asistentes sociales que los llaman por su nombre de pila; a todos menos a los médicos, supongo. Ninguno parece tan asustado como yo. ¿Lo estaban cuando llegaron? ¿Lo están todavía y fingen no estarlo? No concibo que puedan vivir en este lugar. La verdad es que el centro juvenil no es tan malo como el pabellón. Casi parece una pequeña escuela, pero el hospital es insoportable; las salas apestosas, la frialdad de la gente, las puertas cerradas con candado... Es una pesadilla aterradora, un mal «viaje», un cataclismo; es lo más terrible que pueda imaginarse.
Por fin llegó el doctor Miller y pude hablar con él. Me dijo que el hospital no podía hacer nada por mí, que los maestros no .podían hacer nada por mí, que el programa con el cual habían conseguido muy buenos resultados tampoco podía hacer nada por mí, a menos que yo quisiera ayuda. Me explicó que antes de poder superar mi problema debía admitir que tenía un problema, pero ¿cómo admitirlo si no lo tengo? Ahora sé que podría resistir las drogas si yo las hubiese buscado, pero ¿cómo lograré convencer a nadie -excepto a mis padres, a Tim y, espero, a Joel- de que la última vez no tomé nada a sabiendas? Parece increíble que tanto la primera vez como la última, que me ha llevado al manicomio, tomara la droga sin saberlo. Nadie crecría que se pueda ser tan tonta. Apenas lo creo yo, incluso sabiendo que es verdad. De todas maneras, ¿cómo puedo admitir algo cuando estoy tan asustada que ni siquiera soy capaz de hablar. Me limité a sentarme frente al doctor Miller, a mover la cabeza para no tener que abrir la, boca siquiera. De todos modos, aunque la hubiera abierto no habría salido nada.
A las dos y media salieron los muchachos del colegio y algunos se fueron a jugar a la pelota mientras otros se quedaron aquí para el tratamiento. Los muchachos están divididos en dos grupos. Los del grupo número uno tratan de obedecer, observar todas las reglas y poder salir. Se acogen a todos los privilegios que se les ofrecen. El grupo número dos está más atascado. No respetan las reglas y pierden los estribos, blasfeman, roban, o tienen relaciones sexuales o cosas por el estilo, por lo cual se les ha de prohibir todo. Ojalá no haya droga en el recinto. Sé que lograría resistir la tentación, pero no creo que pudiera soportar más problemas sin volverme loca de verdad. Los médicos sabrán lo que hacen, pero me siento tan sola, tan perdida y tan asustada que temo estar perdiendo la razón.
A las cuatro y media tuvimos que regresar al pabellón, donde fuimos de nuevo encerrados como animales en el zoológico. En mi sección hay seis muchachas más y cinco muchachos, es una suerte, pues no habría podido volver sola. Sin embargo, he notado que todos se encogieron un poco - como me pasa a mi- cuando cerraron las puertas a nuestra espalda.
Cuando nos dirigíamos hacia los pabellones, una mujer ya mayor dijo que hasta nuestra llegada todo estaba tranquilo y apacible, y la más joven de nosotras se volvió para gritarle:
«¡Anda y que te jodan!». Me quedé tan asombrada que miré el techo creyendo que nos caería encima, pero nadie más presté la menor atención a lo que dijo la muchacha.

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