Cuando eres niño, no te pones a pensar en las cuentas que debes pagar, en los amigos que puedes perder, o en las veces que romperán tu corazón. Porque cuando eres niño, tu única preocupación es no rasparte las rodillas al caer, que no te encuentren tus amigos cuando juegas a las escondidas, y portarte bien durante el año para que en navidad debajo del árbol iluminado, esté esperando por ti un bello regalo.
Aunque claro, las cosas cambian con el paso del tiempo, allí en tu adolescencia, las cosas cambian si tu padrastro es un viejo alcohólico, si a tu madre no le importas en absoluto y si pareciera que estás sólo en el mundo, aunque no, esto no es así, obviamente, porque en la preparatoria hay muchas personas a quienes les importas, como a tu mejor amiga, o incluso a algún profesor que sospecha de tu vida conflictiva fuera del horario de clases, pero cuando estás realmente sólo, en las noches, y las cosas que pasan durante el día se reproducen como una película delante de tus ojos, y parece como si el miedo fuera lo que controla tu vida, sientes que eres tú contra el mundo, que no hay héroes, que no hay más que tristeza y que estás perdido.
Piensas en un fin, en como serían las cosas si los gritos en la otra habitación no existieran.
Piensas en otras cosas.
Cosas que te distraen, que te hacen sentir mejor, que te llevan a tu lugar seguro, donde no hay dolor, ni maltrato físico o emocional. Piensas en la inalcanzable sensación del amor, en el primer beso que te ha robado el monstruo, en como se borra la sensación de suciedad cuando estás con el príncipe encantador, que al principio parece un villano, y simplemente te duermes, cierras los ojos y el mundo –tu mundo– pareciera estar en paz.