XVII

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Son las dos de la tarde con cinco minutos. La luz de día se filtra por el enorme ventanal de la oficina y aunque en apariencia el exterior está siendo tan ruidoso como siempre, dentro no se escucha más que el sonido del computador encendido y trabajando, además de algunos clics repentinos. El ambiente es un poco deprimente, todas las oficinas cercanas se encuentran vacías, él es único que se ha negado a tomar el almuerzo fuera, sin ánimos de salir o socializar.

Eiji se recarga en su silla con gesto cansado. Siente los ojos irritados y no sabe si es porque lleva demasiado tiempo editando esas fotografías o porque no ha podido descansar lo suficiente anoche, o la noche anterior, o la anterior a esa. Frota su rostro con sus manos, en un intento por despejarse, pero tiene que admitir que no está en absoluto concentrado y ni si quiera trabajando durante su hora de comida logrará ponerse al corriente.

Aún así, no tiene nada mejor que hacer, así que continúa.

Coloca su temblorosa mano de nuevo sobre el mouse y aprieta los ojos con fuerza antes de volver a posar la mirada en la pantalla. Puede sentir las lentillas en sus globos oculares, le lastiman un poco, pero no hay manera de que se las quite sin perder la visibilidad y no lleva consigo los lentes de armazón así que lo descarta.

Con mucho cuidado, el muchacho se encarga de modificar los niveles de brillo y saturación para lograr un mejor ambiente en la fotografía. Hace más pequeñas las sombras y usa partes de otras fotos de la misma sesión para lograr que la que está editando luzca perfecta. No entiende como algo que antes le apasionaba tanto hacer ahora le tiene con los nervios de punta, pero supone que tiene que ver con la rutina. Está a punto de cumplir su primer aniversario en la editorial así que ya se ha acostumbrado al ritmo y esas cosas.

Sí, eso debe ser.

El sonido de alguien tocando la puerta de su oficina repentinamente llama su atención fuera de la burbuja laboral. Suaves golpecitos sobre la madera. Eiji dirige su mirada hasta la entrada, extrañado porque no espera a nadie. Duda que alguno de sus compañeros haya sacrificado su hora de comida para hablar de trabajo y desde que supo que su mejor amigo ya no puede serlo, tampoco es que comparta regularmente el almuerzo con alguien. Sin embargo, tampoco se siente sorprendido cuando distingue la silueta de Sing a través de la puerta de cristal. No es la primera vez que llega de imprevisto a su trabajo, pero sí es la primera vez que luce tan serio.

El japonés lo mira por un par de segundos hasta que reacciona y le invita a pasar con un apenas audible «adelante». El menor se adentra en su oficina abriendo la puerta con cautela y cerrándola a su espalda. Viste casualmente, por lo que es obvio que no ha ido a trabajar y demás, lleva consigo una bolsa de papel que huele extraordinario, probablemente hamburguesas.

El fotógrafo le invita a tomar asiento frente a su escritorio con un gesto tranquilo y una sonrisa que espera no refleje su fatiga emocional. Espera que, si finge lo suficientemente bien, el alfa no toque temas que no quiere tocar y la charla fluya tranquilamente en la banalidad como las últimas que han tenido. Si lo logró o no, el chino no lo menciona y él, en un intento por que las cosas no se tornen incómodas, es el primero en hablar.

—No esperaba verte aquí hoy.

―En la mañana dijiste que no habías tenido tiempo de prepararte el almuerzo, así que pensé en comprar algo y traértelo. ¿No debí hacerlo? —pregunta dudoso.

Sing deja la bolsa de papel sobre su escritorio y el japonés la mira por un par de segundos, mientras el aroma que antes le pareció exquisito ahora le revuelve el estómago. No está seguro de poder comer algo. Su apetito es tan nulo como sus ganas de trabajar, dormir o hacer cualquier cosa y si embargo, se fuerza a sí mismo a inspeccionar el interior que contiene una hamburguesa de pollo y ensalada.

Hana no kaori.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora