IV.

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Eiji se encuentra recostado sobre su cama, con la mirada clavada en el techo blanco y con la sensación de que morirá en cualquier momento. Se siente mareado y está experimentando una de las peores fiebres que ha tenido nunca, tan intensa que le cuesta respirar. Está sudoroso y pegajoso por todas partes y piensa que tal vez sería buena idea llamar a un médico, aunque en realidad no tiene la energía para hacerlo. Se siente como si pudiera estar en la cama todo el día. De verdad quiere estar en cama todo el día.

El japonés rueda sobre su costado para descansar con el pecho sobre el colchón. Ese lado de la cama está fresquito y la sensación es agradable sobre su rostro afiebrado, pero no dura mucho. En ese punto, Eiji comienza a preguntarse qué es lo que su madre suele hacer para ayudarlo a sentirse mejor durante sus resfriados repentinos, pero su cabeza se siente tan caliente que le es imposible recordar. ¿Una sopa de verduras y una compresa de agua en la frente?

Tal vez debería tomar un baño.

El chico intenta ponerse de pie sólo para descubrir que es una tarea imposible. Sus extremidades se sienten pesadas y no reaccionan correctamente. Es hasta el tercer intento en que sus rodillas no han cedido y sus pies se mueven lentamente hasta el cuarto de baño donde simplemente se deja caer dentro de la bañera antes de abrir el grifo de agua fría, haciendo que la tela de su pijama se pegue a su piel y le haga sentir incluso más pesado. La sensación es maravillosa, el contraste de temperatura le hace sentir mejor, pero el pelinegro está consiente de que eso no será suficiente para poder tomar sin problemas su vuelo de vuelta a Japón a las cinco en punto.

Después de una incalculable cantidad de tiempo, su teléfono móvil suena y Eiji está vagamente consciente de que se encuentra en la mesita junto a la cama, así que decide ponerse de pie y como no quiere ser grosero con el personal de limpieza del hotel, el muchacho se deshace de su ropa mojada y se coloca la bata de baño. Ya no se siente tan caliente y se pregunta cuánto tiempo ha permanecido en la bañera, aunque supone que el suficiente para que sus dedos se pusieran arrugaditos como pasas.

El tono de llamada que él mismo ha elegido para su móvil se detiene y segundos después regresa con la misma fuerza. El nipón mira en la pantalla antes de tomar el teléfono y cuando se encuentra con el contacto de Jessica, por alguna razón se siente reacio a responder. Sabe que si su amiga se entera de que se ha enfermado no le dejará marchar y peor aún, insistirá en cuidar de él hasta haber sanado por completo, pero si no contesta, es seguro que tendrá a los Glenreed en la puerta de su habitación, preocupados porque él siempre responde las llamadas.

El joven finalmente toma el móvil y suspira. Se aclara la garganta suavemente y presiona el botón verde para después colocarlo en su oreja. Está dispuesto a disimular lo mejor posible a fin de no preocupar a nadie, aunque tal vez será buena idea llamar a Ibe para que lo recoja en el aeropuerto internacional de Tokio. Sólo en caso de que su condición empeorase.

—¿Sí? —pregunta. Es un alivio que no haya pescado una infección en la garganta y pueda hablar relativamente normal.

¡Eiji! —le saluda la voz de Michael, el hijo de Max y Jessica—. Mamá quiere hablar contigo, pero yo también.

El pelinegro sonríe a la nada, sintiéndose repentinamente mejor mientras se pregunta que es lo que ha hecho para ganarse el cariño del pequeño en sólo un par de días. Cuando él conoció a los Glenreed en Japón, no habían llevado a su hijo y prácticamente lo había conocido una semana atrás, después de su llegada a New York. Habían dado una vuelta por la ciudad, guiados por su padre y aquello parecía haber sido suficiente para que el niño le cogiera un cariño especial, aunque Eiji suponía que su facilidad para cuidar niños tenía mucho que ver. Fuese como fuese, escucharlo tan animado parecía ser un remedio infalible contra su enfermedad.

Hana no kaori.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora