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Sábado 18:00
32 horas de atraco

En la cárcel ejercí muchas veces de enfermera. Son situaciones estresantes en las que el más mínimo error puede acabar con la vida de alguien. La anestesia puesta en el lugar equivocado, no haberla puesto con el tiempo necesario para que haga efecto, pinchar mal una vena... por todo eso te podían tirar mierda encima. Como en un atraco. El más mínimo error era la mayor de las cagadas.

Empiezo a comprimir la herida de Arturo con todas mis fuerzas. Denver y mi padre se lo llevan. Helsinki, que ha venido a socorrernos, y yo nos adelantamos para preparar la improvisada mesa de operaciones, en un carrito de correos. Tokio baja el botiquín y empiezan a abrirlo. Cojo una botella de alcohol y me lavo las manos con ella, mientras Rio empieza a echárselo en las heridas y Tokio le quita el mono.

—Necesito hablar con mi mujer. —comienza a suplicar Arturo entre lágrimas y gemidos de dolor. Mónica y yo cumplimos la misma función con nuestros jefes, la de amantes, la de queridas, pero, al final, ellos siempre vuelven a sus esposas, aunque te hayan prometido amor eterno.

Todos comprimen los orificios de las balas, sangra mucho pero no le han dado en ningún punto que pueda matarlo. El Profesor había dado cursos de primeros auxilios, yo había dado clases también ese día. No eran muy necesarios teniéndome ahí dentro, pero si algo me pasara, ellos tenían que defenderse. Mi padre y mi hermano hacen mutis por el foro, mi hermano, el que menos quería aprender esto, y el que más lo necesitaba.

El Profesor pinta las venas más importantes en azul, las arterias las pinta en rojo sobre el cuerpo casi desnudo de Río. Las tengo muy aprendidas, podría dibujarlas con los ojos cerrados.

—Para, para, para. —comienza a decir mi hermano. — Vamos a ver, tú quieres que aprendamos medicina así, con dos rotuladores.

El Profesor me mira durante un par de segundos y, a continuación, mira a mi hermano de nuevo.

—Si alguno recibe un disparo no va a poder ir al hospital, es cierto que contamos con los conocimientos de enfermería de la señorita Montauk, pero, si algo le pasa, os las tenéis que apañar ahí dentro.

—Va a ser un puñetero suicidio. —dice Denver mientras nuestro padre lo hace callar. Es muy pesado. —Una cosa es que nos encerremos en esa ratonera y otra cosa es que nos matemos.

—Denver. —decimos Berlín y yo al mismo tiempo. Le indico a Berlín que continúe, al fin y al cabo, él impone más. —Te estamos pidiendo que aprendas a sacar una bala, no empieces con la épica del extrarradio.

—A ver, —interrumpe Nairobi. —que no es tan difícil ¿sabes? Coges la pinza y sacas la bala sin joder nada más. Ya está.

—Sin joder nada más que un tiro. —mi padre y yo nos miramos, cuando quiere es un dramático. —Mira, a mí si me pegan un tiro y no está Montauk disponible, me lleváis a un hospital...

—La respuesta es no. —corta tajantemente el Profesor.

—A ver, yo prefiero estar coja y libre que con una salud de hierro y en una celda. —añade Tokio.

—¿Os estáis dando cuenta de que me estáis dando por muerta? —todos me miran. —Yo soy enfermera, yo puedo sacar una bala si os pegan un tiro y sólo lo tendréis que hacer vosotros si no estoy disponible, así que dejaros de dramas y atended.

El Profesor me lo agradece asintiendo con la cabeza. Ya está, señores, ya tendría que acabar la discusión.

—Nadie saldrá. —continúa diciendo el Profesor. —Cualquiera de vosotros es una pista y un hilo del que tirar, así que, si alguien quiere renunciar, este es el momento. Se queda aquí el tiempo que dure el atraco y luego se va.

Montauk | LA CASA DE PAPELDonde viven las historias. Descúbrelo ahora