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El Profesor nos hizo volver a jugar al fútbol. 

Jugaron todos, menos Berlín y yo. Creo que fue un gran error. El equipo de Tokio iba ganando. Palermo se había molestado al no haber sido nombrado capitán, de hecho, Berlín se negó a jugar por la misma razón aunque no iba a confesarlo. 

Mientras ellos jugaban yo estaba estudiando y practicando los puntos de sutura. Oí las quejas del equipo de Nairobi cuando mi hermano le agarró de los huevos a Palermo. Oía las risas de todos y los observaba desde mi celda, como ellos peleaban y reían. 

Ahora todo depende de mí. 

—Estamos a punto de perderla. —se queja el gobernador a mi espalda. 

Al darme la vuelta me doy cuenta de que han conseguido vaciar la sala. Solo Río, Helsinki, el gobernador, Nairobi y yo. La presión que sentía se va desvaneciendo con cada pitido de las constantes de Nairobi. 

Están limpiando la zona, extrayendo la sangre que sobra por un tubo transparente. Nadie dice nada, pero todos me apoyan y respaldan. Así que empiezo a extraer la parte del pulmón con el bisturí eléctrico. No escucho al gobernador que me va advirtiendo de que tenga cuidado, ni de sus palabras de aliento. Extraigo la bala con delicadeza y el trozo de pulmón. 

Misión cumplida. 

Se llevan a Nairobi y yo me quedo unos minutos de pie dando la espalda a la puerta. Me quedo sola. El equipo se estaba derrumbando. Habíamos perdido a Lisboa y Nairobi estaba fuera de juego. Tenemos todas las de perder. 

—Monatuk, Denver quiere verte. —anuncia Tokio desde la puerta. 

Doy media vuelta y me quito los guantes de látex, a continuación me quito la mascarilla y me cruzo de brazos antes de salir de la sala. 

Me detiene, siempre lo hace, cuando estoy ofuscada me hace parar para que deje la mente en blanco.  Lo hizo en Toledo, en el monasterio y Palawan, lo iba a hacer otra vez y todas las que necesitara.

—Eh, escúchame. —me ordena Tokio, me levanta la barbilla, me obliga a mirarla. —La situación te está abrumando. 

—Estoy bien, de verdad. 

—Si te digo que te cambio las guardias ¿dices si o no?—me conoce, sabe que ahora mismo le diría que sí, así que no tenemos mucho más que decirnos. —Mi guardia es a las diez, Denver está en el despacho del gobernador, aunque si fuera tú aprovecharía para descansar. 

—Gracias. —Tokio sonríe y se da la vuelta. 

No voy a descansar. Voy directa al despacho del gobernador. 

Denver está apoyado contra el marco de la puerta, en el momento en el que se da cuenta de que estoy ahí se recompone y aclara su garganta. Me acerco al baño y me horrorizo al ver la cara de Arturito, desfigurada y manchada de sangre, y a Amanda a su lado intentando limpiarle la sangre. 

Voy al despacho y siento los pasos de mi hermano detrás de mí, recorremos la distancia en completo silencio y no es hasta que se coloca delante de mí que le agarro del cuello del mono y lo acerco a mí. 

—¿Se te ha ido la puta pinza, Denver?—le pregunto en un murmuro. Denver frunce el ceño y mira a ambos lados. —Lo has reventado...¡no se te puede ir así la cabeza, joder!

—¡¿Cómo no se me va a ir si esto es una puta olla a presión?!

—¡Por eso, por eso!—aparto a mi hermano y empiezo a dar vueltas. —¡Ya no eres un puto niñato, joder! ¡Que no estás en la puta pista de Shoko defendiendo a tu chica de los putos babosos!

Salimos al pasillo y mi hermano es el que empieza con los gritos. 

—¡A lo mejor se te olvida que estamos atracando el puto Banco de España!

—¡A lo mejor se te olvida que acabo de salvar la vida de Nairobi y no me he puesto a pegarme de hostias con nadie!

—¡A lo mejor es que tengo un trauma, a lo mejor es que lo que nos pasa a todos es que tenemos un puto trauma!

—De qué coño estás hablando, que trauma tengo yo señor Freud. 

—¡Que estás con Berlín, que después de todo lo que te ha hecho sufrir sigues con él! ¡Dime cuantas personas estarían con ese cabrón! Ninguna, porque nadie quiere estar con un ca...

Me sale solo, no me arrepiento. Le parto la cara. La silueta de mi mano se queda plasmada en su mejilla derecha. 

—Quien coño te crees para decirme con quien tengo y con quien tengo que dejar de estar. —no me mira, sigue en la misma posición que en la que le he dejado. —Yo soy la dueña de mi vida.

—Estoy preocupado por ti... eres mi...—Denver se recompone e intenta acercarse a mí saco mi pistola y le apunto directamente al pecho. 

—Ni se te ocurra decirlo, Denver. —clavo más el cañón en su esternón, mi hermano me mira anonadado. —Te voy a decir lo mismo que le dijiste a papá: tú y yo no somos nada. Dos desconocidos. Montauk y Denver.

Me alejo de mi hermano, ni si quiera intenta detenerme. Hago caso a Tokio, al fin, y me pongo a descansar, me encierro en un despacho y como techo hasta que me duermo sobre el suelo de madera. 

Llaman a la puerta, me pongo en pie y la abro con lentitud. Estocolmo me mira con cierta lástima, me da una bolsa de comida y la dejo pasar antes de cerrar la puerta de nuevo. 

—¿Qué te ha hecho Denver?—Estocolmo se recuesta en una de las sillas y me mira con tristeza. —Nunca ha sido así, nunca ha sido así de violento. 

—Siempre lo ha sido, Estocolmo. 

—Nunca conmigo. —la miro con tristeza. Mi hermano parecía haber cambiado por ella y puede que este atraco le hubiera hecho regresar a su vida anterior. No era buena idea. —Berlín lleva un rato buscándote, después de la rebelión...

—¿Palermo?—Estocolmo asiente. —Me lo esperaba. Es impredecible. 

—¿Vas a hablar con Berlín?—niego. —¿Puedo preguntarte algo?

—Porque le quiero, le quiero tanto que sería capaz de irme hasta el rincón más recóndito del mundo por estar con él. —Estocolmo mira hacia el suelo y vuelve a mirarme. —Y si tiempo atrás me hubieran dicho que iba a acabar con alguien como él... me hubiera internado yo misma en el primer psiquiatra que encontrara, pero ahora no me...

—No te imaginas nada sin él...—completa Estocolmo con un hilo de voz. Asiento. Ambas sentimos lo mismo y puede que desde fuera nadie lo entendiera, pero nos comprendemos y nos necesitamos.  Estocolmo se limpia un par de lágrimas y se pone en pie. —Toca trabajar. 

Asiento y ambas nos dirigimos al recibidor, donde esperan todos los rehenes. Estocolmo se lleva a los rehenes que quieren ir al baño, yo observo como Gandía y Palermo hablan. Lo oigo canturrerar, se empieza a arrastrar con la silla y termina cuando le apunto con el cañón de mi pistola en su frente. Gandía me mira de arriba a abajo y sonríe con desdén. 

—A dormir. 

Montauk | LA CASA DE PAPELDonde viven las historias. Descúbrelo ahora