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Ko Chang, Camboya

Todas las noches se repiten las mismas pesadillas, primero es el día que entramos a la Fábrica, luego la muerte de Mónica, la muerte de mi padre y termina con Andrés disparándome a la cabeza. Siempre me levanto sin aire, al principio me causaba tanto pavor que gritaba. Comenzó cuando Andrés estaba en Japón curándose. Pasé un tiempo evitando dormir.

Ahora, cada vez que me despierto, Andrés se despierta conmigo y me abraza, intenta calmarme, pero muchas veces es imposible. Siempre finjo dormir, para que Andrés siga descansando. Al amanecer nos encontramos en la playa, siempre llego yo antes y él me abraza por la espalda.

Menos hoy.

Cojo una taza de café y me acerco a él, se la doy y él me sonríe. No parece muy feliz, nunca lo parece la verdad, siempre está extremadamente serio, mirando a todo el mundo por encima del hombro.

—¿Cómo has dormido?—pregunta a la vez que besa mi sien, se queda ahí durante unos segundos y seguidamente me acaricia la mejilla. 

Las niñas que trabajan en nuestra casa empiezan a acercase a nosotros, con cestas de fruta y toallas. Andrés sujeta mis manos entre las suyas y sonríe al ver a las crías corriendo. Son huérfanas, viven en nuestra isla, ellas nos ayudan a que todo funcione en la isla. Tenemos cuatro niñas.

Esta isla. Nuestra recompensa por todo lo sufrido ahí dentro.

Me alejo de Andrés y me adentro en la enorme casa de grandes ventanales, que con la brisa mueven las cortinas. El placer de ir descalza y sentir la madera crujir a cada paso que doy.

Al otro lado de la isla está el monumento que le hice a mi padre, en la playa, entre dos cocoteros. Es un pequeño montículo de piedra, con una cadena dorada de una cruz, uno de sus últimos regalos. Nunca fue creyente, pero esa medalla fue una parte fundamental de su vida.

Meak Ana.—me doy la vuelta. Dara, una de las niñas, me espera desde la puerta de la casa con una cesta de flores amarillas. Le indico que se acerque y la niña lo hace con una gran sonrisa.

—Buenos días, Dara.—la niña coge un racimo de flores y me lo tiende sin quitar su sonrisa de la cara. —Oh muchas gracias, Dara...

—¿Qué es eso, meak Ana?—Dara señala a la cadena dorada. La recojo y se la acerco, está anonadada mirándola.

—Era de mi padre.—Dara la mira con curiosidad, no se atreve a tocarla. Devuelvo la cadena a su sitio y coloco las flores sobre el montículo de piedra.

—No estés triste, meak, se ha reencarnado en algo mejor. No está muerto.—me pongo en pie y le tiendo mi mano, ella la sujeta y empieza a caminar.

Todos son budistas, menos Andrés y yo, las niñas siempre que me ven en el altar me recuerdan que está en un lugar mejor, incluso meak Pich y meak Senda, dos mujeres que se encargan de ellas.

Desde la puerta de la casa escucho el sonido de un motor, levanto la vista y veo una barca de plástico acercarse, en ella van varios hombres armados.  Miro a Dara y ella echa a correr hacia el interior. Me voy acercando a la orilla, como hago en algunas de mis pesadillas. Tal vez fueran señales de que nada iba bien.

—¡Ana!—me doy la vuelta, Andrés corre hacia a mí, todas las niñas nos miran desde la puerta, las mayores delante de las pequeñas. Andrés se pone delante de mí, agarrando mi muñeca y con una pistola en la otra mano.—Ve adentro.

Le cojo la pistola y me adelanto, dos hombres armados hasta los dientes bajan de la lancha. Siento la mano de Andrés apretando mi muñeca, pero no me muevo, no voy a retroceder.

Montauk | LA CASA DE PAPELDonde viven las historias. Descúbrelo ahora