4.- En la línea de fuego.

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Sandoval colocó a la chica sobre la camilla y la examinó. Tenía magulladuras por todo el cuerpo. Sangre, cardenales... Carlos entonces le retiró la chaqueta amarilla, descubriendo entonces que no era la suya, sino la de Zulema Zahir, al ver impreso en él el número de presa. Frunció el ceño sin comprender por qué Zulema de pronto mostraba tanta "amabilidad" dejándole su ropa a otras reclusas. ¿Tan importante era la intimidad de la chica? ¿No eran todas mujeres? ¿No tenían acaso lo mismo?

Fue en aquel momento cuando el mundo se le vino encima al toparse de bruces con su busto desnudo. No había prenda alguna que cubriera sus pechos, y aquello lo hizo titubear. Tragó saliva, apretó el puño con el que la estaba examinando, y cerró los ojos. ¿Por qué estaba desnuda?

Toda esa situación dificultó más su trabajo, necesitaba ser rápido, pues estaba perdiendo mucha sangre y probablemente tendría más de un hueso fracturado. Le preocupaba el enorme cardenal que estaba comenzando a aparecer en un lado de su cuerpo, justo sobre su pulmón derecho. Lo palpó con suavidad, pero con firmeza. El problema era que sus ojos lo traicionaban constantemente, desviándose hacia los pechos de la mujer. Carlos se obligó a sí mismo a apartar la mirada, pero aquel "deber", aquello tan ilegal, tan ilícito, era lo que más le atraía. Se perdió entonces en sus (como él bien diría; braguitas). La chica estaba completamente empapada de pies a cabeza, el cabello aún estaba húmedo, pero la ropa tardaba más en secarse, por lo que sus intimidades se transparentaron a sus ojos, y aquello terminó con la poca cordura que le quedaba. Un buen chute de morfina no vendría nada mal para calmar al monstruo que llevaba dentro, pero no podía dejarse arrastrar por sus vicios cuando tenía que salvar una vida. Necesitaba estar con sus capacidades al 100%.

Pasaron unas 4 horas cuando la muchacha se sintió despertar al percibir un cosquilleo en su esternón, como si unas hormigas extrañamente pesadas para el tipo de insecto que eran, estuvieran caminando de arriba abajo una y otra vez.

Eran los dedos de Sandoval, que la acariciaron, obscenos.

Los ojos de la chica volvieron a caer pesadamente, la dosis de morfina que le había administrado el doctor, era la suficiente como para hacerla dormir un poco más... Y es que eso era precisamente lo que él estaba buscando, pues en cuanto vio que sus párpados temblaban buscando abrirse, él mismo estiró su mano libre hacia el gotero para aumentar rápidamente la dosis. Las gotas de la medicación cayeron ahora con más ímpetu, con mayor fluidez, con la consecuencia de que sus párpados no lograron reunir la suficiente fuerza como para abrirse, y Sandoval continuó aprovechándose de la calidez de su piel unos minutos más... Ese jueguecito que tanto le excitaba. Ese "pelito de melocotón" adornando su vientre... Fantaseó con cómo se vería su saliva sobre ese vello dorado al sol. Tan ensimismado en eso estaba, que ni siquiera reparó en por qué motivo, siendo la chica de pelo oscuro, tenía el color dorado en la vellosidad de su cuerpo. No... él estaba ocupado en otros asuntos, relamiéndose como el Lobo Feroz a punto de comerse a Caperucita Roja.

Media hora después, cuando la morfina se reguló en su sangre y el gotero volvió a la normalidad, la muchacha despertó con una bata protegiendo sus intimidades. Su ropa interior no estaba ni húmeda, ni mojada, estaba seca y completamente limpia.

Por supuesto él, ya tenía ensayado su discurso, por si ella se atrevía a preguntar en qué momento y quién había retirado tal íntima prenda:

"No te podía dejar eso así... ¿Sabes la cantidad de presas que vienen aquí por infeciones?... Una barbaridad...

Cistitis...

¿La conocés? Te aseguro que no querés hacerlo..."

Pero el dolor que sentía, los restos de medicación en su cuerpo, y el hecho de que ni Zulema ni Saray estuvieran ahí, hicieron que se olvidara de aquella minucia. Cada vez que tomaba aire, sentía una punzada en su dorsal, en su pulmón. El sonido de la máquina de oxígeno y de la mascarilla inundaban la habitación, eso y el intermitente pitido del monitor de las constantes. Al parecer la cosa era seria.

Platónico lo llaman.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora