24.- Demasiado mal para tanto bien.

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Ese mismo día, horas más tarde.

El sonido del mechero roncó en la lavandería. Una y otra, y otra vez. Zulema sacó el cigarro colocándoselo en los labios y presionó el pulsador a la vez que friccionaba la rueda. El chasquido de la piedra provocó una chispa que en contacto con el gas produjo una llama, una llama que iluminó durante escasos segundos su rostro.

Inhaló, sintió el humo en la garganta, caliente, y lo expulsó despacio, inclinando ligeramente hacia atrás la cabeza. Tranquila, sosegada. No iba a convertirse en la víctima, en la presa. No. Ella era el león y las demás las gacelas. Acabaría con todas, ninguna podría con ella.

Estaba tranquila, sí, pero también atenta, con sus oídos puestos en todas partes. Por eso no le costó saber que alguien se acercaba, que llegaba el momento de la verdad. Giró su rostro repentinamente en dirección a la entrada y esperó, sin levantarse, hasta que vio aparecer el uniforme amarillo.

No fue sino hasta tener delante a su contrincante, amenazándola con un simple pincho, que se puso en pie, con una leve sonrisa en el rostro, una clara mueca de burla.

Tere exhaló profundamente, alterada. Las manos, las piernas le temblaban. Presionó con fuerza el arma improvisada y apuntó hacia ella.

Aquello sólo hizo que provocar una risa irónica en la mora.

—¿Te han mandado a matarme? ¿A ti? —preguntó de forma sarcástica.

Tere asintió, vibrando.

—Sí. Ha sido un sorteo.

Zulema dejó escapar un suspiro.

—Joder, Tere... Desgraciada en el juego, desgraciada en amores... Gafe total.

Tere volvió a exhalar.

—Pincha —animó Zulema, abriéndose de brazos frente a ella. Se atizó en el vientre con la mano y señaló el lugar exacto—. Aquí —susurró—. Aquí, en la vena cava. Me desangro en dos minutos.

Tere asintió, mordiéndose la lengua como lo haría un perrillo indefenso, fingiendo valor con el rabo entre las piernas, ladrándole al temor.

—Pincha —provocó Zulema, alzando las cejas, sabiendo a ciencia cierta que no iba a atreverse a hacerlo—. ¡Pincha! —la agarró con fuerza de la mano que sostenía el pincho y la acercó a su propia piel—. Pincha.

—No puedo —negó Tere, tiritando.

—¿No puedes?

—No, no puedo.

El pincho se estrelló contra el suelo, produciendo un eco sordo acunado con el llanto desesperado e impotente de la contraria.

La puerta se abrió de nuevo, tenían compañía.

—Ah, mira. Ahí vienen tus amigas. No confiaban mucho en ti.

Goya, Luna, Rizos y dos presas más acogieron a Tere, enfrentándose a Zulema. Kabila encabezaba el grupo, iba por delante, con el rostro serio, firme, desprovisto de temor.

—¿Qué? ¿Has organizado tú todo esto? —le preguntó Zulema.

—Sí —respondió Kabila con pedantería, alzando la barbilla.

Zulema asintió en un gesto infantil y retrocedió unos pasos, dirigiendo su mirada al carrito que tenía al lado, cubierto por una toalla blanca, doblada.

—A jugar... —la retiró de un solo movimiento y cogió entre sus manos su creación. Un lanzallamas hecho de tuberías, un bote de gas y un tampón.

Platónico lo llaman.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora