Capítulo 35

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Rabia

En mis veintiún años de vida, nunca había conocido a un ser vivo más repugnante que Daryl. Realmente, el hombre parecía esmerarse en verse asquerosamente sucio y sudoroso, y no ayudaba que su actitud fuera igual de desagradable. El hijo de puta con suerte se bañaba una vez a la semana, y ni hablar de si lavaba su ropa. Juro por mi vida que ese hombre superaba cualquier cosa asquerosa que hubiese visto o conocido jamás.

Para empezar, el tipo apestaba a sudor, tabaco, grasa, comida frita, aceite, mugre, polvo, gasolina, metal, dinero sucio, alcohol, y cualquier otra cosa que hubiera tocado o en la que se hubiera refregado en la última semana. Aparte, su hedor era tan asqueroso y tan fuerte que ni siquiera las moscas se le acercaban a más de dos metros de distancia. Solo pensar en eso ya me daba escalofríos, lo que me hizo aferrarme al torso de Rush con más fuerza e inhalar la colonia que desprendía su camiseta limpia.

Daryl era un hombre alto, robusto, con panza cervecera y el cuello de un toro. Su piel rosada estaba normalmente cubierta por manchas de grasa, mugre, aceite y cualquier aderezo que se le hubiera caído de su comida; siempre perlada por el sudor sin limpiar y crasitud. Tenía el cabello castaño hasta los hombros; poco, fino y tan grasoso que parecía chorrear aceite. Sus dientes... No sé cómo, pero aún los tenía todos (o la gran mayoría, un poco rotos de todas formas), aunque hacía años que no veían un puto cepillo de dientes. Entre que se fumaba alrededor de dos atados de cigarrillos por día y no se los cepillaba desde antes de que yo naciera, estaban amarillentos y ennegrecidos al mismo tiempo, con algunos puntos negros que variaban entre caries de todas las formas y tamaños y comida que llevaba escondida entre los dientes desde los tiempos de Adán y Eva. Y su aliento... Dios, no hablemos de su aliento.

Tenía ojos marrones pequeños que parecían hundirse en las protuberancias de su rostro. Su uniceja poblada, sus granos, los pelos que se asomaban de su ganchuda nariz y sus gruesos labios salivosos eran las cualidades más asquerosas que uno se pudiera imaginar.

Así que imagínense lo desagradable que debía ser para mí soportar sus salivosos y olorosos comentarios sobre todas las cosas sexuales que haría conmigo si tuviera la oportunidad. Solo imaginarme un dedo suyo tocando cualquier parte de mi cuerpo me daba ganas de meterme en una ducha por horas hasta literalmente lavarme la imagen del cerebro.

Cuando llegamos al deplorable rancho de Daryl Black, tuve que bajarme de la moto de Rush solo para poder abrir la tranquera, lo que se ganó un gruñido de parte de Rush cuando empujé hacia adelante y saqué mi culo un poco para atrás. Me reí. Yo sabía que este short hacía de mi culo una vista espectacular.

—¿Qué es ese olor? —preguntó Rush a medida que nos acercábamos a la casa.

—El pozo ciego. El hijo de puta de Daryl no quiso gastar dinero en cloacas.

Emitió un sonido de disgusto, pero yo simplemente me bajé de su moto y me encaminé hacia la casa. Cuando estuve a unos buenos diez metros de la entrada, frené abruptamente, lo que causó que Rush casi me llevara puesta. Rodeé mi boca con mis manos y grité:

—¡Daryl! ¡Soy Beverly, sal!

La puerta se abrió, y el repugnante ser que yo tanto odiaba dio un par de pasos afuera hasta acercarse a nosotros. Sentí a Rush inhalar profundamente cuando estuvo a unos dos metros de distancia, y yo hice lo mismo pero más disimuladamente. Juro que prefería mil veces estar a las doce del mediodía bajo el sol y expuesta al calor que entrar a su casa.

Daryl estaba exactamente igual de suyo que como recordaba de hacía un año, tal vez incluso más sucio. Su barba incipiente estaba picada por algunos puntos rosas que supuse que eran granos, al igual que todo el resto de su cara. Frotó su grasienta frente con sus roñosas manos, y tanto Rush como yo tuvimos una buena mirada a sus largas uñas sucias y amarillentas.

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