Día 4

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Lo primero que vi al abrir la puerta por la mañana, fue al par de almohadas de anoche.
Ish.
¿Se habrá molestado?
Nerviosa, bajé y calenté agua para el café.
La sala me cubría con un silencio matutino muy extraño, y allí noté que el señor Hiddleston no dormía en el sofá, tampoco en el estudio ni en el jardín. Toqué la puerta del baño pero nadie respondió.

Rayos, ¿dónde está? Porque oquei: la casa es algo grande para una sola persona pero no lo suficiente para perderse.
Subí al segundo piso y toqué cada puerta sin recibir respuesta, abriéndola para comprobar que nadie se escondía. Llamé por su nombre varias veces pero el eco me devolvía la soledad.
¿Y SI SALIÓ?

La angustia pronto se volvió rabia porque, ¿por qué él sí puede salir y yo no? ¿Eh?
Con la furia en las manos echas puño, caminé hacia el pasillo de entrada y abrí la puerta. El aire me abrió la nariz y me llenó de frescura la cabeza al punto de marearme, la luz también me atacó y por un segundo perdí la claridad de mis pensamientos. ¡Pero qué importaba si ya estaba casi fuera! Nada me impediría correr y buscar un taxi que me llevara a casa. Ya sabría cómo arreglármelas después... y cuando solté la perilla: me arrepentí.

— ¿Qué... está haciendo?
Giré la cabeza con un pesado movimiento de cabello y observé al señor Hiddleston a mis espaldas, sosteniéndome de la muñeca derecha. Con los ojos bien abiertos nos detuvimos un minuto, uno frente al otro, sin decir nada y sin poder digerir todo lo que ocurría.
La tétera silbó y yo seguía sin poder dar voz a lo que pensé en intentar.

—El agua.—Dije sin bajar la vista—. Debo apagar el fuego... ¿café?— Cerré la puerta y pasé por el costado del señor Hiddleston, que no se volvió hacia mí.
—Por favor.— Susurró.

Servir el agua caliente fue un reto enorme porque las manos me temblaban; nos hice un par de sándwiches de pollo con queso blanco y lechuga, para entonces llamarlo a la cocina.
No paraba de temblar.
Al tratar de beber el café, me quemé y derramé un poco en mi mano.
Todo mal. Agh.

—Permítame.— El señor Hiddleston llevó con cuidado mi taza hasta su plato, se levantó y buscó un cubito de hielo en el congelador.
—No es nada, no se preocupe.— Abrí la llave de agua y metí la mano al chorro helado; me dolió un poco pero pude ahogar la reacción.
—Teresa.—La sangre se me congeló cuando la flecha de mi nombre fue lanzada con frialdad y molestia. Él cerró la llave y estiró el brazo, presionó un poco el hielo envuelto en servilletas, sobre mi labio y habló severamente—. Sé que le duele y que es difícil. Tal vez no soy la mejor compañía pero la situación requiere que seamos estrictos y acatemos la orden de no salir, ¿comprende?
—Yo creí que usted había salido. ¿Las medias verdades son mentiras?
— ¿Y me iba a buscar? ¿Porqué... Escuche: la situación allá afuera no está en nuestro control. Teresa, por favor quédese en casa, conmigo.
El señor Hiddleston cortó la distancia con un cubito de hielo, su respiración chocaba contra mi frente y sus ojos buscaban los míos para responder.
—No se preocupe, lo haré.
Tomé su mano y la alejé para poder sostener el hielo sobre mi boca. Me di la vuelta y volví a mi desayuno.

ES EL DÍA CUATRO Y YA NO LO SOPORTO.
No a él, a la situación. Agh.

La rutina de hoy fue millones de veces más pesada, jamás había hecho tantas abdominales y lagartijas en una sesión. En algún punto me detuve, roja por las mejillas, y compensé no seguirle el ritmo haciendo contorno de piernas, desde el otro extremo del cuarto.
Estaba malhumorada, incómoda, pero eso no podía intervenir con el ejercicio y la práctica.

Hoy pude pasar del calentamiento vocal pero no los siguientes ejercicios para limpiar la garganta y la nariz. Muy en el fondo me siento feliz por avanzar pero me sentí incompleta porque mi pésimo ánimo sólo me permitió ver al señor Hiddleston como un maestro.

Pero la hora de cocinar llegó y toda esa furia y confusión que arrastraba desde la mañana, se convirtió en tristeza. Mi salida fue reproducir y cantar, a costa de lastimarme, el musical sobre una mesera frustrada. De a poco la energía me regresaba y me intercambiaba las emociones, hasta dar las nueve y media.
Apagué las luces, acomodé mi cabello y fui en búsqueda del señor Hiddleston.
Hubiera pagado por grabar su reacción al salir del estudio y verme tenderle la mano, en medio de la oscuridad.

—Señor Tom, ¿me acompañará a cenar esta noche?
—Por supuesto.
Agarró con fuerza mi mano y nos sentamos en el suelo junto a la puerta del jardín; el cristal nos hacía parecer estar sentados sobre el pasto. Serví mi intento de ensalada dulce y pollo con queso, para finalmente hacerle compañía.
Las luces del patio trasero nos iluminaban como pequeños y lejanos faros tras neblina, y la música barroca amenizó esta vez.

—Bon appétit, señor Tom. Los comensales murmuran sobre la comida, pero que eso no le desanime a probar cosas nuevas.— Levanté mi copa con agua y él dio un toque con la suya.
No sonrió, y fue por eso que antes de que pudiera dar el primer bocado, interrumpí con prisa:
—Señor Tom, necesito decirle algo.
—Dígame.
—Es cierto que esta mañana pensé en salir a buscarlo pero... también me vi tentada por la idea de ir a casa. Sé que no fue prudente de mi parte pensar así pero... bueno, quiero pedirle disculpas por molestarme y tratarlo como lo hice durante el día; usted no tiene la culpa de lo que pienso o hago y, y... ya. Ni siquiera tiene que responder, es sólo que quería sacármelo del pecho, ¿de acuerdo?— Tomé mi copa de agua y comencé a beber.
—Señorita...—se detuvo a pensar—, sólo espero que la comida sea tan buena como el musical de hace un rato.

Estuve a un respiro de realmente atragantarme con el agua.
El señor Hiddleston bajó la mirada y continuó con su cena, sonriendo. Cuando llevó el tenedor cargado de ensalada a su boca, los ojos se le cerraron en una mueca parecida a comer limón.
—Ay, mi Dios. ¿Está tan malo?— Pregunté.
—Para nada. Esa es mi cara de deleite.
Tuve que girarme para poder reír sin que una lechuga traicionera se asomara por mis dientes.

Me gusta arreglar todo aunque para eso tenga que hacerle frente a las situaciones incómodas.

— ¿Qué le pareció la cena?— Ambos subíamos las escaleras, a oscuras.
—Todo estuvo delicioso. Fue un gran comienzo y lo agradezco.
Las almohadas seguían junto a la puerta. Me incliné para recogerlas y dije:
— ¿Le molestó que sacara de su lugar las almohadas? En la mañana las encontré aquí.
—Aoh, en lo absoluto. Hice el aseo en la mañana y las traje, pero como usted seguía dormida, las dejé aquí.
— ¿Y hoy aceptará dormir en su cama?
Nou.— Al quitarme las almohadas, rozó un poco mis manos por error.
Esperé a que él bajara al primer piso y me quedé unos segundos en el marco de la puerta, escribiendo en mi teléfono.
Me di la vuelta y me saqué la blusa al tiempo que emparejaba la puerta.

—Por cierto, buenas noches, señorita.
La puerta se cerró pero antes pude observar a un señor Hiddleston mirando casi petrificado hacia mí. Yo igual me congelé cuando distinguí su camisa a medio desabrochar.
QUÉ RAYOS.
—Bue...nas noches, señor Tom.— Dije en un tono lamentablemente bajo.

Salté sobre la cama y hundí la cabeza en el colchón, llena de vergüenza.
Rodé y rodé hasta que pude dormir.

¿Qué hice bien y qué hice mal para vivir así?

[Puertas Cerradas] |Tom Hiddleston|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora