Día 38 (2)

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Había pasado tanto tiempo desde el corte de cabello, que ahora podía notar una colilla alargarse por debajo a un milímetro de sus orejas.

Por fin se levantó de la cama sin dolor ni temblores. Cuando le sentí levantarse, a ojos cerrados lo busqué acariciando las sábanas y estirando las piernas hacia su lado del colchón.
Atrapó mi mano y escuché una voz tranquilizadora, casi murmurar:

—Buenos días.
Abrí los ojos y lo encontré recargándose en la cabecera, sonriendo.
De nuevo era él.
—Buenos días. ¿Cómo se siente?— Fue una pregunta casi automática.
—Excelentemente, ¿y usted?
—Ah, si usted está bien, lo estaré yo.
Con su pulgar, acarició el dorso de mi mano. Volví a dormir, al fin que ni siquiera eran las ocho.
— ¿Qué tal si me enseña a hacer su café-de-las-gracias?
— ¿El coreano de agradecimiento?—Sonreí con media cara asfixiada por las almohadas. Él se disculpó por no recordar el nombre, mientras insistía y me molestaba olfateando por mi cuello, haciéndome cosquillas pero sin despertarme del todo—. Bien, eh... lo que ponga de uno lo pondrá de los otros. Si pone dos cucharadas de café, donde mismo debe poner dos cucharas de azúcar y de agua caliente. Lo bate hasta hacer la crema, sirve leche con hielo y listo. Pero si pone demasiada azúcar, se secara y creará una bomba que no podremos disolver con la leche. ¿Lo tiene?
—Lo tengo.— Me dio un beso en la mejilla y salió casi saltando, de la habitación.
Dormí un rato más.

Cuando bajé, encontré la cocina llena de casi crema de café, al igual que su dueño.
Aunque el desayuno en sí ya estaba listo, servido en la isla, él había esperado a terminar el café coreano de agradecimiento para iniciar.

— ¿Necesita ayuda?
—Admito que algo no funciona, pero  no sé qué es.
Miré en sus manos, el plato donde revolvía la mezcla y la... cuchara en su mano.
— ¡Oh! Es que no funciona con cuchara. Necesita inyectarle aire, mire, use esto.— A falta de globo batidor, le pasé un tenedor.
Tan pronto como empezó a batir, la espuma se creó y subió haciéndose crema.
Su sonrisa apareció, extendiéndose por todo lo largo que pudo. Soltó algunas risillas y aumentó la velocidad con la que batía. Cosa de tres minutos y la crema estaba lista, esponjosa y suave.
Sirvió, sacando la lengua lateralmente.

— ¡Todo listo! Que tenga buen provecho, señorita.
—Buen provecho, señor.
Revolvimos la crema y la leche, sin problemas.
Mh.
— ¿Qué tal?— Las cejas alzadas y ese aire de inocencia tan resplandeciente me dejaba sin alientos.
Mh.
Hay muchas cosas en el señor Hiddleston que no pueden ser superadas con facilidad. Muchísimas cosas las hace con un talento nato tal, que no hay quien pueda replicarlo.
Pero este café...
Sabía horriblemente fuerte.
Y con razón lo habíamos mezclado sin problemas, ¡la porción de azúcar había sido mínima a comparación de lo concentrado del café!
—Está muy mal, ¿cierto?
—... Necesitamos azúcar.
Se levantó y trajo con él, el azúcar.
Dios, qué amargo.

Después del gran desayuno, descansamos antes de ejercitarnos. Decidimos hacer yoga y ejercicios de bajo impacto para no darnos el golpe después de los días sin hacer esfuerzos.
Igual y no confiaba en el oído del señor Hiddleston; aún lo veía perder el equilibrio y confundirse respecto a la dirección de los sonidos, pero nada que le impidiera moverse como se debe.
Esta vez no nos reímos, parece que a ambos nos hacía falta relajarnos en forma, sin interrupciones. Los hombros y los párpados dejaron de pesar, la respiración se nos tranquilizó, las ideas se calmaron y volvimos al estado de equilibrio que habíamos perdido.
Reprodujimos música para estirar los músculos.

—Ufff, necesitaba esto, ¿usted no?— Dije mientras llevaba la punta de mis dedos a la punta de mis pies descalzos.
—Muchísimo. Hace tiempo que no me enfermaba de esa manera  y de repente ya no me sentía yo mismo, pero esto me trajo de vuelta.
Un par de canciones más para enfriar de la forma correcta y podríamos ir a la ducha.
A una canción de terminar, una intrusa de jazz vintage se coló como parte de un anuncio. Reímos pero no la saltamos.
Él estiró su mano hacia mí y bailamos, meciéndonos con lentitud, como si afuera no se estuviera acabando el mundo, sintiéndonos caer con las notas y subir en los silencios. Podía sentir su barba a través de mi cabello, donde posaba su mejilla izquierda. Nuestras manos se encontraron suaves y secas, calientes por trabajar y rojas por sentir.
Cerré mis ojos cuando encontré su hombro y recargué mi cabeza. El movimiento era tan pausado que bien podría dormir y no despertar.
El anuncio terminó y dejó un gran silencio porque la siguiente canción jamás llegó.
No abrí los ojos.
Ninguno se soltó. Permanecimos en esa postura, bailando despacio y sin hacer ruido.

—Debemos ir. No me he dado un baño en días.— Susurró, resonando en mi cabeza.
—Por favor, déjeme sentir esto un poco más.
— ¿Sólo un poco?
—Tanto como me lo permita, señor.

Lo cierto es que lo disfrutaba, pero al tiempo se me cansaron los brazos y nos rendimos para ducharnos.

—Pues no lo sé, oiga—Me burlaba de él—. Hace días me pidió que continuara la historia y me dejó sola con mis ideas corriendo en la cama y el suelo.
—Oh, pero es que estaba enfermo. Y naturalmente tengo una memoria dudosa de su lealtad.
— ¿Quiere que la repita, entonces?
—Por favor.

Repetí aquello que le había contado, aunque con algunas modificaciones debido a haber encontrado errores y olvidado algunos detalles.
Cuando terminé, el señor Hiddleston me miró vacilante, pensando en qué decir. Tomó aire y comentó:

—Ojalá quedara más tiempo para saber cómo terminará esta historia—Me dio la impresión de no estar refiriéndose a lo que narraba—. Es muy buena, tiene, eh... tiene mucho potencial. Pero me temo que las lecciones a medias sirven más para enterrar a una mosca que para criar a una mariposa.
— ¿Disculpe?
—Me refiero, señorita, a que no la  forzaré para que termine el relato. Si algo de esta magnitud debe terminarse, debería hacerlo bien.
—P-pero es sólo una práctica.
—No se subestime y crea más en lo que es capaz de crear. Detalles. Aquí es donde debe aprender a ser paciente, digerir lo que piensa y siente para decirlo correctamente. Esa es la lección.
—Uau... gracias.

Ambos cocinamos la cena. Él lo salado, yo lo dulce.
Él seguía avergonzado por el café de la mañana y se rehusó a hacer el postre. Qué niñito tan curioso.
Debí cuidarlo y salvarle los dedos de los mangos calientes, porque efectivamente su sentido del equilibrio aún no se recuperaba del todo. Rebané algunos vegetales por él, a cambio de que me ayudara a integrar la harina y la mezcla de mantequilla y azúcar.
El producto final no combinaba por donde se le viera: chuletas en salsa de ciruela, ensalada verde, vino blanco y galletas con chispas de chocolate.
Supongo que es así como luciríamos si fuésemos comida. Aunque creo que me representan más las palomitas de maíz con chocolate, vaya.
Brindamos.

—Salud, porque no le haga falta en mucho tiempo, señor.— Levanté mi copa y copeé con él, fingiendo que bebía.
—Salud, porque a usted tampoco le falte. Y si pierdo la mía, que Dios la tenga a mi lado para hacerme compañía.
—Salud, por ser mejor enfermera que psicóloga.
— ¡Para nada!—Rió ampliamente—. Nadie niega el don con el que ha nacido. Aunque tampoco podemos menospreciar el esfuerzo que hizo estos días. Salud, Teresa. Gracias por quedarse.
—Es... un placer, Tom. Salud.

Después de cenar, decidimos que el clima era muy bueno como para salir al jardín a bailar. Pero no bailamos como si se tratara de una fiesta, más bien, repetimos el error de la tarde, a propósito.
Bajo nuestros pies, el césped frío sin cortar; sobre nuestras cabezas, un lienzo azul profundo con pequeños puntos de luz; y entre nosotros, un par de corazones ardiendo lento como una caricia para curar la fiebre.
El salto de la inactividad a la productividad nos robó más energía de la que creímos lo haría, así que los bostezos salían de nuestras bocas como si trataran de escapar.
Cerramos la puerta del jardín, apagamos la música y la luces.

— ¿Se quedará aquí?— Pregunté cuando él se sentó en el sillón.
—Eh... no lo sé. Sí. Sí.
—Le bajaré una cobija.
—Oh, ammm. En un momento subo por ella, no se apure. Gracias.
—Bien, señor... buenas noches, entonces.
—Descanse.

Casi cuando la puerta de cerró, escuché alguien llamando a la habitación.
Obviamente era él.
Sin una cobija en las manos.

— ¿Pasa algo?
—Teresa, ¿puedo dormir aquí?
—Pero qué dice, ¡adelante! Es todo suyo.— Tomé una almohada y antes de salir, él me detuvo.
—Es decir, ¿puedo dormir aquí, con usted? Si puedo atreverme.
Lo miré desde el marco de la puerta. Sonaba temeroso pero en su rostro sólo encontraba armonía y quietud.
—Por favor... atrévase.

Y olvidamos la distancia entre almohadas.
Creo que jamás había disfrutado una cama en compañía tanto, como con él, esta noche.

[Puertas Cerradas] |Tom Hiddleston|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora